¿QUÉ HAN VOTADO LOS ESTADOUNIDENSES?
La gran disputa ha tenido lugar no en la ciudad o en el campo, zonas que, salvo las excepciones de rigor, siguen un patrón de voto que poco se ha modificado a lo largo de las décadas. Sino en los suburbios de las áreas metropolitanas, de las ciudades; zonas progresivamente empobrecidas y obreras en las que se concentran personas dedicadas a labores industriales y a sectores profesionales tradicionales, con un nivel educativo menor, una inseguridad de vida crónica y unas perspectivas vitales a veces inciertas. Esta realidad afecta por igual a numerosas ciudades pequeñas y pueblos esencialmente ruralizados. Zonas, desde luego, que contrastan con aquellas que presentas una economía más dinámica, diversa y competitiva, con trabajos ligados al sector digital, a la comunicación y a los negocios, encarnado por profesionales con un nivel cultural medio-alto y buen manejo de otros idiomas. Una fuente electoral con una idiosincrasia totalmente opuesta, de la que suele nutrirse el Partido Demócrata.
Sucede que son estas zonas marginales, caracterizadas bajo la figura caricaturesca del ‘Redneck’ (el campesino blanco estereotipado amante de las armas y presto a ‘poner a los negros en su sitio’, la ‘white trash’ o ‘escoria blanca’, cuya historia ha sido magistralmente trazada por la escritora Nancy Isenberg en su obra homónima) ha sido la más castigada por la guerra comercial instigada por Trump contra China. Las empresas que se iban a quedar en casa para contratar trabajadores se han visto obligadas no sólo a no contratarlos sino a despedirlos al tener que bajar el nivel de producción por no poder exportar sus propios productos. Arancel por arancel. Veto por veto. Que el inmenso mercado chino dejara de importar productos estadounidenses ha redundado en un empeoramiento de las condiciones de vidas de una parte no desdeñable de las bases electorales republicanas, especialmente en el ‘cinturón azul’ o ‘cinturón industrial’ constituido por Wisconsin, Míchigan y Pensilvania. Decisivos, como se ha visto.
No debe perderse de vista que la aparente victoria de Biden (a salvo de que la batalla legal pudiera decidirse en un sentido contrario) se ha debido fundamentalmente a una mayor capacidad de la movilización del voto demócrata que, lejos de entusiasmarse con un candidato aséptico como ex vice-presidente de Obama, sí ha tenido claro desde un primer momento cuál era su objetivo: que Trump no ganase las elecciones.
En este sentido, es importante retener que Donald Trump ha obtenido en 2020 unos 73.923.495 votos frente a los 62.984.828 de 2016. Concentrados en el centro y el sureste del país, lo que quiere decir que la base electoral de Trump no sólo no ha disminuido, sino que ha aumentado. En el caso de Biden, sus 80.117.578 superan ampliamente los 65.853.514 de Clinton en 2016. La clave ha residido en los vuelcos electorales acontecidos fundamentalmente en el suroeste y en el ‘cinturón industrial’. No en vano, la ventaja republicana inicial en Wisconsin, Míchigan y Pensilvania se vio truncada cuando empezó a contabilizarse el voto por correo, más favorable a los demócratas.
Pese a la nefasta gestión que Trump y su gobierno han llevado a cabo respecto a la Crisis del Covid-19, ha quedado claro que a grandes rasgos las zonas rurales han acentuado su ‘republicanismo trumpista’ mientras que las zonas metropolitanas han incrementado su preferencia por los demócratas, un partido que ha sabido coaligar dentro de sí la agenda social de los lobbies de las minorías, en claro contraste con el monolitismo republicano centralizado casi de manera exclusiva en la ‘guerra cultural’ focalizada en una base social predominantemente blanca y religiosa, con una aportación a la economía nacional mucho menor, que durante los años de Obama se ha sentido ninguneada y que ahora, con la emersión comunicativa de distintos grupos que pretenden disputar la hegemonía, ve amenazada su ‘modus vivendi’.
El juego de las minorías ha sido importante de igual manera a la hora de decantar la balanza. Las mujeres de color y/o con un nivel cultural más elevado han votado mayoritariamente a los demócratas, mientras que aquellas radicadas en zonas rurales y/o con un nivel cultural más bajo, se han decantado más hacia los republicanos. Previsiblemente el voto de los negros se has escorado fuertemente hacia Biden, así como el de los latinos, los asiáticos y los jóvenes; mientras que el de los blancos y personas con una mayor edad se ha dirigido en gran parte hacia Trump. La particularidad de los latinos, especialmente de los americanos de primera o segunda generación, es que aquellos originarios de la inmigración mexicana han optado en mayor envergadura por el Partido Demócrata, a la par que aquellos originarios de la inmigración de países como Cuba, Venezuela, Bolivia o Ecuador lo han hecho por el Partido Republicano.
Lo que es indiscutible es la capacidad de armonizar las diferencias socio-económicas y culturales se perfila como el gran reto para el nuevo Presidente del país, especialmente teniendo en cuenta que la pujanza de las minorías será, generacionalmente, cada vez mayor. Algo a lo que ambos partidos deberán adaptarse para poder sobrevivir y seguir teniendo opciones de llegar a la Casa Blanca. En un país continental como es Estados Unidos, con unas diferencias tan acusadas y con unas particularidades tan zonificadas como complejas -muy alejadas de la visión simplista del patrioterismo vacuo que nos presenta Hollywood- ello se antoja difícilmente conseguible. A la larga, las políticas identitarias acabarán fraguando un discurso político exclusivista que puede o no ser asumido por los dos grandes partidos: el de la ‘escoria blanca’ por el Partido Republicano y el de las ‘minorías progres’ por el Partido Demócrata. De cómo los líderes de la nación encajen este delicado equilibrio dependerá que la polarización se reduzca o, por el contrario, se convierta en una auténtica bomba de relojería.