Martes, 3 de diciembre, 2024

Independientemente del discurrir futuro de los acontecimientos, esta decisión sería imborrable.

Pablo Gea – La Iniciativa

Allí estaba él, sólo, sentado en su despacho. La ornamentación que constituía su columna vertebral a veces lo abrumaba. Fijó la vista por unos segundos en el águila dorada situada sobre una puerta a su derecha. Verdaderamente representaba una metáfora que difícilmente podría reflejar mejor toda la realidad que le circundaba, una realidad que no constituía más que una prolongación de sí mismo. Nunca había sido nostálgico, ese tipo de sensaciones embadurnadas de espiritualidad le repugnaban en grado sumo, pero no tanto cuando suponían un agradable recuerdo de tiempos en los cuales su vida, hasta ese entonces mediocre y miserable, tomó algún sentido. Parecía increíble. Había salido de la nada. Ni en un millón de años se habría imaginado en esos momentos que estaría algún día donde estaba ahora. Apartó rápidamente la mirada del águila y trató vanamente de ubicarla en algo identificable como mejor que su objeto de deleite anterior. No sirvió de nada.

Nunca había contado con mucho, a decir verdad. Había crecido odiando a su padre, un triste funcionario presa de la envidia que proporciona el sentirse miserable, y al amparo de una madre que, aunque débil y resignada, le había proporcionado un pequeño resquicio de humanidad pero, sobre todo, le había enseñado que, mediante el estímulo adecuado, podía manejar a quien quisiese a su antojo. Más aún, ambos progenitores le habían proporcionado un modelo sin parangón a evitar: la mediocridad y la debilidad. No le había hecho falta estudiar mucho para darse cuenta a edad temprana de cuáles eran las claves para triunfar en esta vida y de cuáles eran las fuerzas que regían el mundo. La cosa no mejoró después, la bajísima calidad de una enseñanza dogmática no le había atraído en absoluto, y le había condenado, junto con la incomprensión de la limitada capacidad mental de cuantos seres le rodeaban, a una existencia solitaria, seca, vacía, en la que sólo se tuvo a sí mismo. Nunca olvidaría aquellos años espantosos. En cierto modo, le convirtieron en lo es hoy. Es curioso cómo precisamente lo que la sociedad occidental ha calificado como erróneo le ha llevado a triunfar: la fortaleza, el egoísmo, la implacabilidad, la intolerancia y el despotismo.

Todo eso había experimentado en su juventud por parte de otros que nunca habían penetrado dentro de él al grado suficiente como para otorgarles un estándar más elevado que el de conocidos. Tatuándose todos esos aspectos que, a ojos de muchos, le convertían en un monstruo y en un ser despreciable, había salido arrastrándose de las callejuelas de la indigencia hasta el mayor puesto que nadie cuando le conoció en su juventud pensó que pudiese ostentar nunca. Le encantaba regodearse en esta idea. Sabía que insistía mucho en ello, tanto en público como en privado, pero es que era así. En el fondo lo agradecía: sin esos para los que había sido poco más que una mota de polvo, sin esos que no habían querido ver nada más allá bajo su aspecto desaseado y torpe, sin aquellos que nunca habían dado un duro por él o que se reían sin parar ante lo que anunciaba como verdades y como hechos inevitables, sin esa rabia acumulada mezclada con esa soledad apabullante y, a veces, difícilmente soportable, posiblemente habría acabado con un empleo “normal” imbuido de una existencia clásica, esclava de los convencionalismos.

No. Era un alma ennegrecida, lo aceptaba sin tapujos. Tampoco se dejaba seducir por la estética de su creación, Sabía exactamente que lo que había justificado como una necesidad histórica en el fondo no era más que la necesidad patológica que había desarrollado a lo largo de su vida de depositar todo el dolor que llevaba a rastras en un cabeza de turco convenientemente elegido, justo, perfectamente aceptable por todos. Y así había sido. De repente se sobresaltó. Inesperadamente se había quedado absorto en sus pensamientos. Ya ni se acordaba de cuánto tiempo hacía que no sucedía eso. Su ritmo de vida se lo impedía y su carácter temperamental le impedía relejarse tan habitualmente como desearía como para producir el ejercicio de ese momento. Resultaba hilarante que hubiese sido capaz de encontrar un hueco para relajarse precisamente en el momento previo a tomar una decisión como la que pensaba tomar. Haber repasado superficialmente el por qué de muchos aspectos de sí mismo habían agitado sus pasiones interiores y habían revestido sus deseos íntimos de una capa de racionalidad histórica que necesitaba para las acciones que, inevitablemente, habían de emprenderse. El escaso pelo que albergaba en la nuca se le erizó cuando ahondó un poco más en la cuestión que tenía entre manos. Por un lado había llegado a la justificación de actos que muchos podrían calificar de espantosos y criminales basándose en razonamientos históricos, políticos, económicos, incluso biológicos. Pero por otro no podía olvidar su necesidad, su deseo, alojado en lo más profundo de su ser desde quién sabe cuándo, de venganza inhumana como esperanza para dar salida de una vez y para siempre a ese odio profundo que había terminado por definirlo. Incluso obvió qué pasaría cuando el objeto del odio del que se nutría para vivir ya no estuviese ahí para continuar engrasando la maquinaria de su peculiar existencia.

Se levantó con lentitud no exenta de seguridad de su enorme mesa. Le encantaba aquella estancia, concebida deliberadamente para aumentar la sensación de pequeñez del huésped, al que le complacía insanamente hacer esperar el tiempo que estimase oportuno tras la puerta. Se asió la chaqueta y se paseó con lentitud la mano por su rostro afeitado que aún desprendía un dulzón olor a loción. Se percató de la hora. Era increíble el tiempo que llevaba ensimismado en sus pensamientos. Al final no pudo resistirlo más, y los muros de su mente se derribaron momentáneamente para dejar paso a aquella pregunta latente que, en el fondo, era la que había desencadenado todos sus pensamientos en los últimos minutos: ¿De verdad su sufrimiento era equivalente al que estaba a punto de desencadenar de forma definitiva, más allá del que había producido ya? No era una pregunta que hubiese sido capaz de responderse nunca, quizá porque ya conocía respuesta, o la coherencia de la misma podía sorprenderle hasta a él mismo. Y tan repentina como inesperadamente la respuesta llegó. Había ido asumiendo en el proceso de convicción de la conveniencia de la misma que la conclusión llegaría tras un debate interior largo, farragoso e iracundo. Pero no había sido así. Y es que no le importaba lo más mínimo. Tan simple como sublime era el razonamiento sobre el que había ordenado construir una elaborada estructura política. Dentro de sí albergaba una insaciable sed de venganza y un odio devorador. Que su sufrimiento fuese equivalente o no al que iba a provocar carecía para él de importancia. ¿Cómo iba a seguir mirándose al espejo si, a estas alturas, habiendo llegado tan lejos, le asaltase un resquicio de compasión, un atisbo de humanitarismo? ¿Acaso iba ahora a dejarse arrastrar por lo que había odiado toda su vida, por aquello que le había hecho gritar a la eternidad esperando encontrar una breve caricia del destino que aliviase, siquiera momentáneamente, un sufrimiento que era capaz de partirlo en dos cada segundo de cada día? ¿Iba ahora a olvidarlo todo y a invalidar la obra que constituía su misma identidad? Desde luego que no. Si algo había aprendido, si de algo toda la oscuridad que había conseguido acumular le había servido, era a convertir la crueldad y la insensibilidad en una virtud. Una virtud aliñada por la energía que toda esa ira venenosa podía desatar, un placer que hacía que toda esa bola de miedo y odio se disolviese al compás del chorreón de adrenalina que experimentaba al dar cauce a esos comportamientos que él había elevado a leyes de Estado.

Ya. Al fin. Estaba dispuesto. En realidad siempre lo había estado, ya había autorizado comportamientos terribles, y si lo había hecho antes, podía hacerlo ahora, aunque tuviese la certeza de que las consecuencias de estos iban a ser mucho mayores que las de todas sus anteriores decisiones juntas. Volvió a sentarse. Estaba haciendo esperar a alguien importante para él a nivel profesional (porque para él no existía nadie importante a nivel personal, salvo él mismo). Nervioso por lo que estaba a punto de autorizar, dio luz verde para que su hombre pudiese entrar en la estancia.

“¡Heil, mein Führer!”

Y levantó la vista al fin. Un hombre no muy alto, con rasgos orientales y gafas redondas se recortaba ante él. Debía admitir que el aspecto siniestro de su Comandante en Jefe de las SS encajaba a la perfección con la macabra tarea de la que era acreedor. Le conminó a acercarse. Tras las formalidades de rigor, fue directamente al asunto. No hacía falta justificar sobradamente la naturaleza de lo que estaba ordenando ante quien tenía delante, estaba seguro de que ese hombre y sus subalternos no iban a escatimar recursos para hacer realidad su visión. Cierto es que, en la práctica, sólo deseaba cerrar un proceso iniciado hace ya mucho y en creciente recrudecimiento. Este no era más que la solución final y definitiva al problema judío. No le importaba demasiado el cómo, pero sí el qué. Sus dominios estarían libres de esos insectos nocivos al precio que fuese. Si la emigración y las matanzas se revelaban como medidas incompletas, habría que seguir trabajando, no obstante, en ambas direcciones.

No se hacía ilusiones, el traslado forzoso o la aniquilación eran las soluciones que se iban a perfilar y que contaban con su total aprobación, como había manifestado por otra parte vez tras vez a los interesados para edificar este proyecto. A la vez que su subordinado y él intercambiaban datos e impresiones, una imagen cobró forma en su mente con impecable nitidez. La imagen de todos los hombres, mujeres y niños que habían perecido bajo sus políticas, y la de los más que iban a seguir haciéndolo. Su pulso no se aceleró ni lo más mínimo al pensar en esto, como tampoco lo estaba haciendo al discutir con la naturalidad de quien se plantea ir a su establo para retorcer el pescuezo a unas cuantas de sus gallinas para luego comérselas, de la vida de millones de personas. Si fuese otra persona, alguien emocional, débil, esclavo de la moral judeo-cristiana, temblaría. Pero no él. Estaba haciendo lo que su nación necesitaba y lo que él quería. Todos aquellos dolorosos recuerdos de antaño no elucubraron la ironía de que fue el acontecimiento que supuso la Gran Guerra en Europa el que le hizo sentir más vivo que nunca hasta entonces. ¿Le hacía sentir esto vivo ahora? Tuvo que contenerse para no esbozar una leve sonrisa al constar una obviedad como esa.

Se despidió someramente de su leal subordinado antes de sumirse en el estupor de esa sensación tan extraña que ahora le dominaba por entero. Se sentía extraordinariamente bien. Como cuando un trozo de comida difícil de tragar decide al fin dejar de angustiar a quien intenta darle vía libre al estómago.

Ya estaba hecho. La decisión, tomada. Independientemente del discurrir futuro de los acontecimientos, esta decisión sería imborrable, algo que se iba a llevar allá donde fuere. Y lo mejor de todo es que no lo lamentaba en absoluto. Finalmente se había convertido en el tipo de hombre al que aspiraba, y tenía este hecho profundo y definitivo para demostrarlo, no a los demás, la inmensa mayoría carecía de la capacidad intelectual para comprender la grandeza de los actos que se estaban llevando a cabo, sino a él mismo. Esa era la cuestión definitiva: todo empezaba y acababa en él. Por eso las imágenes de miles de cadáveres de mujeres y niños no le decía nada a favor de estos. Ni se lo diría jamás.

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