Jueves, 7 de noviembre, 2024

EL HOMBRE MÁS PODEROSO DEL SIGLO XX

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«Fue un hijo de perra. Pero era un genio».

Pablo Gea – La Iniciativa

‘Fue un hijo de perra. Pero era un genio’. De esta manera tan certera describió a Stalin el coronel del Ejército de Franco Ignacio Moyano, superior de Anselmo Santos, oficial de Artillería en el mismo ejército y autor de la novedosa y particular biografía del dictador soviético Stalin el Grande (2020). El 5 de marzo de 1953, su inquieto espíritu expiró. Coincidiendo con tan importante como desconocido suceso histórico, se antoja necesario hacer un análisis y una reflexión. No es nada fácil acometer la tarea de tener algo que decir de uno de los mayores déspotas que ha dado la Historia. Lo cierto es que la vida de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, alias Stalin, es una historia se superlativos. El hombre más poderoso del siglo XX, que en 1945, tras la derrota de Hitler, dominaba una extensión de terreno ininterrumpida desde Berlín hasta Vladivostok, y cuya esfera de influencia se iría ampliando hasta su muerte. Pero también el mayor asesino de ese siglo, sólo por detrás de otro dictador comunista y con el que nunca llegó a entenderse, Mao Tse-Tung. Con más de 20 millones de víctimas a sus espaldas, que algunos cálculos elevan hasta los 60 millones.

Reconocido por los suyos como artífice de la victoria frente a otro asesino en masa al que, sin embargo, admiraba -Hitler- su figura es hoy ampliamente desconocida por el público. Si preguntáramos, muchos lo señalarían tan sólo como un líder comunista, algunos como un dictador y muy pocos como alguien que pactó con el tirano alemán para invadir Polonia. Poco más. Y lo cierto es que fue las tres cosas. Infravalorado por los suyos durante los primeros compases de su carrera política, su brillante habilidad práctica le llevó a eliminar a todos sus rivales políticos hasta situarse como el sucesor absoluto de Lenin. Lenin. Quien edificó una dictadura totalitaria de partido único que Stalin heredó y ‘perfeccionó’.

Lejos del mito que presenta al georgiano -Stalin no era ruso, como Hitler tampoco era alemán- como el sepulturero de la Revolución, la realidad es que la elevó hasta sus más altas cotas de poder y extensión gracias al fanatismo ideológico y a la habilidad de un hombre de Estado excepcional. Sus métodos hablan por sí mismos del hombre que fue en realidad, qué duda cabe. La Colectivización y la Industrialización se saldaron con millones de muertos en el curso de una serie de genocidios localizados cuyo propósito fue exterminar, total o parcialmente, a los grupos de seres humanos que se interponían en su camino hacia la construcción del Socialismo y que la propia ideología marxista consideraba y considera prescindibles en la consecución del Jardín del Edén.

La más famosa de estas masacres fue la que se cebó con el pueblo ucraniano en lo que se ha dado en llamar el Holodomor, en el curso del cual Stalin y los comunistas soviéticos exterminaron a más de 5 millones de ucranianos por medio del hambre, el asesinato en masa, la confiscación de bienes y alimentos, los campos de concentración y la deportación, allanando el camino a lo que los nazis tenían preparado para los judíos tan sólo diez años después. El Terror se convirtió bajo su mandato en una constante imprescindible pare forjar al Homo Soviéticus, una forma ‘evolucionada’ de ser humano uniforme, disciplinado y disuelto en la colectividad, sin sentimientos egoístas que hicieran germinar la desigualdad y el capitalismo.

La estatua “Bitter Memory of Childhood” en Kiev.

El historiador Constatine Pleshakov analiza en La locura de Stalin. Los diez primeros días de la Segunda Guerra Mundial en el Frente Oriental (2007) de manera magistral el régimen del tirano:

‘El vozhd -equivalente a führer en alemán y líder en español- mató a quienes podían traicionarlo y a quienes estaban cerca de los que podían traicionarlo. Mató a personas que algún día podían pensar en traicionarle. Mató a casi todos los altos cargos, y a sus familias, para evitar posibles represalias. Mató a personas que tenían parientes en el extranjero. Mató a antiguos oficiales zaristas. Mató a los hijos de aristócratas, de párrocos y de tenderos. Mató a ucranianos que insistían en hablar en ucraniano y a rusos que insistían en enseñar Dostoyevsky. Mató a oficiales de policía para que no se hicieran una idea equivocada del lugar que ocupaban en la sociedad. Mató a personas que leían la Biblia o el Corán, pero también a personas que sólo leían a Stalin. Mató a quienes no delataban bromas políticas y a personas que las delataban. Mató a personas de 90 años y a adolescentes. Mató a rusos y mató a georgianos. Mató a mariscales, pilotos, amas de casa, periodistas, fontaneros, comisarios del Pueblo para el Interior (dos de ellos), escritores, jardineros, espías, pescadores. El terrible avance de su hacha parecía irracional, pero no lo era. Su objetivo era claro: alcanzar el punto en el que nadie en el país, ya fuera minero o mariscal, pudiera estar seguro de que iba a ver salir el sol. Al llegar a ese punto, se detuvo. Entonces, en vez de matar, empezó a mandar a las personas a las tierras vírgenes del este, donde los esperaban los gulags. Allí, los enemigos del pueblo cavaban la tierra en busca de oro, talaban árboles y construían carreteras.’

Constatine Pleshakov

El Terror de Stalin se dirigió también contra las minorías del imperio, especialmente contra los polacos, así como también hacia los calmucos, los caracháis, los tártaros o los chechenos, deportando en pos de su desaparición a naciones enteras para repoblar dichos territorios con rusos étnicos para doblegar así su poder identitario. De su larga mano no se libraron ni las miles de mujeres violadas y asesinadas por su ejército en el avance hacia Berlín, incluyendo a las reclusas judías esqueléticas de los campos de exterminio. Así como tampoco los ciudadanos de los estados ocupados en Europa del Este tras la derrota de los nazis, que contemplaron impotentes cómo el terror alemán era sustituido por el terror soviético. Una tiranía que no desparecería hasta la caída del Telón de Acero en 1989, medio siglo después.

Mas, pese a todo, Stalin se consideraba a sí mismo y fue un gobernante ilustrado. Leído y melómano, posiblemente haya sido el gobernante moderno de Rusia más culto de cuantos ha habido. Poeta con talento, ensayista y aficionado al cine, mimó a sus escritores fetiche mientras asesinó a los que le molestaban. Su dominio de los clásicos de la literatura mundial se ponía de manifiesto en las frecuentes referencias literarias que deslizaba cuando hablaba, que no era muy a menudo. Frío, despiadado y cruel, consideraba que se gana más escuchando que hablando. Su poder se basó en realidad en la forma que tenía de relacionarse con los demás. Encantador pero misterioso, fue un hombre capaz de amar y odiar con la misma pasión.

Ekaterina ‘Kato’ Svanizde, Iósif Vissariónovich Dzhugashvili y Nadezhda ‘Nadia’ Alliluyeva.

Cuando su primera mujer y madre de su primogénito, Ekaterina ‘Kato’ Svanizde murió enferma en 1907, quien entonces tan sólo era un joven revolucionario dijo: ‘Esta pobre criatura ablandó mi corazón de piedra. Ahora ha muerto y con ella han muerto los últimos sentimientos cálidos que tenía hacia la humanidad.’ De forma similar reaccionaría ante el suicidio en 1932 de su segunda mujer, Nadezhda ‘Nadia’ Alliluyeva, madre de sus otros dos hijos: ‘Me ha abandonado como un enemigo’.

Con todo y con eso, el hombre que Henry Kissinger definió como ‘el realista supremo: paciente, astuto e implacable, el Richelieu de su época’ fue un político maestro. Agarró a Rusia con alpargatas y la dejó con la bomba atómica y convertida en una superpotencia. Se alió con las nazis para repartirse Europa, los utilizó como rompehielos para agotar a las potencias capitalistas y, al final, emergió como el gran vencedor de la Segunda Guerra Mundial, con la mitad del globo sometido a su bota implacable.

Joseph Stalin y su hija Svetlana Alilúyeva.

Su praxis política merece ser estudiada en las universidades, cursos y ensayos dedicados al arte del gobierno, al mismo nivel que Maquiavelo, del cual es el discípulo definitivo. Un hombre que, guste o no, ha marcado el destino de la humanidad y del que puede afirmarse con toda seguridad que, de no haber existido, el mundo sería hoy un lugar muy diferente.

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