Martes, 3 de diciembre, 2024

A día de hoy los militantes comunistas y socialistas se definen a sí mismos orgullosamente como ‘anti-fascistas’, sin saber que pelean por construir la misma realidad política que su denostado enemigo.

Pablo Gea

Aún en la actualidad, sigue siendo popular la idea aquella de que el Fascismo fue y es una ideología de extrema-derecha. Y, por consiguiente, un movimiento esencialmente conservador y reaccionario, en contraposición al Comunismo revolucionario de extrema-izquierda. Esta ha sido la versión aceptada durante muchas décadas en el imaginario del público en general, pero que ha obviado tanto las declaraciones programáticas de los propios fascistas como el avance de las investigaciones históricas.

El mito ha sido consolidado con ahínco por los rivales revolucionarios de los fascistas, los comunistas, que después de la derrota de las Potencias del Eje tras la Segunda Guerra Mundial trataron desesperadamente de enterrar cualquier relación con una ideología que habían demonizado y a la que habían convertido en un anti-mito formidablemente movilizador. Tal ha sido la fuerza de esta propaganda que a día de hoy los militantes comunistas y socialistas se definen a sí mismos orgullosamente como ‘anti-fascistas’, sin saber que pelean por construir la misma realidad política que su denostado enemigo.

SINDICALISMO REVOLUCIONARIO

Los orígenes del Fascismo como ideología hay que buscarlos en el sindicalismo revolucionario italiano de principios del siglo XX. Este sindicalismo revolucionario, nutrido por intelectuales marxistas que militaban en su mayoría en el Partido Socialista, se fue abriendo paulatinamente al nacionalismo. Debido fundamentalmente a las limitaciones que apreciaron en la ideología marxista, cuyo enfoque materialista y ‘de clase’ no permitía generar un movimiento más amplio capaz de alcanzar primero y movilizar después a toda la sociedad italiana. El exclusivismo ideológico radicado en el proletariado urbano impedía a la revolución socialista ir más allá para enlazar con el campesinado y con las nacientes clases medias, desorientadas y atomizadas, constituidas por pequeños productores.

A la izquierda Enrico Corradini fundador de la Asociación Nacionalista Italiana. A la derecha, Georges Sorel, «fundador teórico» del sindicalismo revolucionario.

         Antes de la Primera Guerra Mundial, muchos sectores del sindicalismo revolucionario habían dejado atrás el Marxismo para abrazar el concepto desarrollado por Enrico Corradini de ‘nación proletaria’, que básicamente consistía en entender que las diferencias ‘de clase’ no se daban tanto en un país pobre como Italia como entre las ‘naciones capitalistas’, poderosas y desarrolladas, y efectivamente las ‘naciones proletarias’, débiles y sometidas a los intereses de las primeras. En este sentido, el nacionalismo revolucionario debía combatir a estas naciones capitalistas y ‘plutocráticas’. Este Nacionalsindicalismo conservó igualmente del Marxismo su apuesta decidida por la violencia revolucionaria para construir la nueva sociedad. Una violencia que debía emplearse contra las viejas élites conservadoras en pos de su sustitución por una nueva élite de trabajadores, líderes de Italia que la condujeran, en el plano de la Política Exterior, al liderazgo internacional. De ahí el apoyo durante la Gran Guerra al esfuerzo de guerra italiano y su oposición decidida al bolchevismo, no por lo que este tenía de revolucionario, sino por sus claros postulados internacionalistas y, por lo tanto, enemigos del nacionalismo.

FUTURISMO

Los más representativos futuristas italianos, Russolo, Carrà, Marinetti, Boccioni y Severini frente a Le Figaro, en Paris, 9 de Febrero de 1912.

El Futurismo, cuyo máximo exponente fue el poeta Filippo Tommaso Marinetti, constituyó otro de los pilares de la ideología fascista. Situados en la extrema izquierda del panorama político, exaltaban la virtud nihilista de la violencia dentro de un planteamiento filosófico caracterizado por la lucha contra la moral tradicional, las normas y los convencionalismos. Enamorados de ‘la velocidad’, las emociones y el riesgo, apoyaron decididamente la revolución científica y, especialmente, la tecnológica. Ello al servicio de la transformación social y del empoderamiento de las clases bajas. El que Marinetti se encuadrara posteriormente en el Partido Nacional Fascista (PNF) pone de manifiesto hasta qué punto el Futurismo, primer movimiento intelectual de vanguardia italiano, nutrió espiritual y filosóficamente al Fascismo.

         Estos planteamientos influyeron en la aventura protagonizada por Gabriele D’Annunzio, poeta y dramaturgo italiano que, a cargo de una fuerza de mil hombres, tomó por la fuerza la localidad de Fiume, estableciéndola como una suerte de ciudad-estado bajo el lema de ‘la revuelta contra la razón’. Se proclamó Duce y trató de crear una alternativa a la Sociedad de Nacionales para las ‘naciones oprimidas’ del mundo. Cuando el ejército italiano decidió tomar cartas en el asunto, el ‘primer Duce’ se rindió y la ópera terminó. Mas había un hombre que había tomado buena nota de todo lo sucedido.

Gabriele D’Annunzio, poeta y dramaturgo italiano.

BENITO MUSSOLINI

Nacido en el seno de una familia socialista, se le puso ese nombre en honor del revolucionario mexicano Benito Juárez. Involucrado desde muy temprano en actividades revolucionarias, se adscribió a la facción revolucionaria radical del Partido Socialista Italiano en contra de los reformistas que tenderían hacia la Socialdemocracia. Es decir, el Mussolini de antes de la Gran Guerra era un marxista que peleaba por la consecución de la utopía comunista. Mas, la igual que Lenin, se plegaba a la ortodoxia ideológica cuando esta conducía a la Revolución mientras que la desechaba cuando se convertía en un obstáculo. Fuertemente influido por el sindicalismo revolucionario de Georges Sorel, que abandonó la ortodoxia marxista al oponerse al racionalismo y al materialismo dialéctico, así como a sus posturas internacionalistas, su marxismo se vio complementado por la influencia de Nietzsche, específicamente por los aspectos vitalistas, irracionalistas y voluntaristas de su filosofía.

         El fracaso de los socialistas en la ‘Semana Roja’ en junio de 1914 convenció a Mussolini, así como otros futuros disidentes del socialismo que acompañarían al futuro Duce en su tránsito hacia el Fascismo, de la incapacidad del proletariado italiano para hacer la Revolución. El que durante la guerra los ‘hermanos proletarios’ abandonasen su supuesta solidaridad internacional para apoyar a sus respectivas naciones en el esfuerzo bélico empujó a Mussolini a abandonar el internacionalismo y a abrazar el nacionalismo, maravillado por el potencial movilizador de masas que parecía mostrar. Tras oponerse con vehemencia a la entrada de Italia en el conflicto, viró hacia un apoyo con igual fuerza de la participación del país en la contienda, hasta el punto de que él mismo llegó a combatir en las filas italianas.

Expulsado del Partido Socialista por su intervencionismo, se unió en diciembre de 1914 a un grupo de izquierdistas que apoyaba la participación de Italia en la guerra, los llamados fascisti, germen de lo que más adelante, una vez concluida la guerra, serían los Fasci Italiani di Combattimento, fundados en Milán en marzo de 1919.

EL PARTIDO NACIONAL FASCISTA

Finalizada la conflagración y sin que Italia hubiera visto colmadas las ambiciones territoriales que la llevaron a intervenir contra el Imperio austrohúngaro, Mussolini declaró su propósito de crear un nuevo partido, socialista y nacionalista a la vez, capaz de movilizar a las masas de la población y a los soldados, hastiados y desilusionados de la guerra. Y dicho propósito cristalizaría, como se ha dicho, en marzo de 1919 en Milán. Aunque no será hasta octubre de 1921 cuando tomará la denominación oficial de Partido Nacional Fascista. Desde una base socialista revolucionaria, el programa del Fascismo pretendía ser algo sintético a izquierda y derecha del espectro político. Se rechazó la monarquía y se optó por la república, se apostó por un Poder Ejecutivo elegido democráticamente e independiente, el cierre de las fábricas de armas, el fin del servicio militar obligatorio, así como el fin de las sociedades anónimas, la confiscación de e impuestos al capital, la expropiación de los bienes de la Iglesia, la ocupación de la tierra por los campesinos, la dirección de la industria por comités de obreros, la jornada laboral de ocho horas, salario mínimo y seguro social, abolición de la diplomacia secreta, solidaridad de todos los pueblos y una federación de naciones, patriotismo y nacionalismo.

         El empleo del fascio como símbolo proviene, como es sabido, de la Antigua Roma. Los fasces, identificados con el poder antes, se convertían ahora en una metáfora evocadora de la unión, que ya había sido utilizada anteriormente en Italia como expresión de reunión entre los trabajadores, como los fascios obreros en Sicilia, o incluso los mismos fascios de izquierdistas partidarios de la intervención italiana en la Primera Guerra Mundial a los que había pertenecido el propio Mussolini. De lo que sí que no dejó de dotarse el nuevo movimiento político fue de un brazo armado para ejercer la violencia revolucionaria. Y es que la ‘guerra revolucionaria’ es la esencia misma del Fascismo, si bien la noción del partido-ejército fue una creación de Lenin, que con su Guardia Roja ya había desplegado una milicia armada cuyo propósito fundamental fue ejercer la violencia contra los adversarios políticos. En el caso del Fascismo, las squadre de asalto se emplearon contra la principal fuerza revolucionaria rival, los socialistas, no por su socialismo, sino por su anti-nacionalismo.

         A lo largo de los años 1921 y 1922, el Fascismo, al igual que el Bolchevismo soviético, fue desembarazándose de los aspectos más ‘democratizantes’ de su programa para otorgar preeminencia en su lugar a planteamientos más autoritarios basados en el ideario caudillista del líder, el Duce. Y, a pesar de que las peculiaridades que rodearon el ascenso al poder de Mussolini y los fascistas llevaron a los revolucionarios a moderar sus planteamientos y a transaccionar con unas élites con las que se vieron obligados a convivir, el Fascismo nunca abandonó su matriz marxista, persiguiendo el establecimiento de un Estado omnicomprensivo, al que nada le es ajeno. No en vano declaró Mussolini en repetidas ocasiones que su enemigo ‘se llama burguesía’.

Y así lo afirmaría de manera contundente Giuseppe Bottai, un ‘camisa vieja’ de los tiempos de la Marcha sobre Roma y Ministro entre 1929 y 1932: ‘Al norte el Bolchevismo; al sur el Fascismo. Fascismo y Bolchevismo son una misma reacción contra el espíritu burgués plutocrático (…) No es casual que la reacción contra el régimen burgués produzca el Bolchevismo en Rusia y el Fascismo en Italia (…) Así se ha puesto cara a cara a los dos hermanos enemigos: el Fascismo y el Bolchevismo, hermanos por el mismo desprecio del régimen burgués, enemigos porque ocupan las dos capitales opuestas de Europa’.

         Otro día hablaremos del Nacionalsocialismo…

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