Martes, 3 de diciembre, 2024

Harán falta dosis ingentes de ingenuidad para no deducir que fueron precisamente los indultos lo que aseguró Sánchez a los nacionalistas catalanes a cambio de la Presidencia de Gobierno.

Pablo Gea

No nos andamos por las ramas: el Poder. Con mayúsculas. El Poder que quiere mantener Pedro Sánchez a toda costa, junto con el PSOE. Y el Poder al que quieren arrimarse numerosos sectores de la vida civil, capaces de ir en contra de opiniones manifestadas vez tras vez con tal de no quedarse fuera de juego. Porque no olvidemos una cosa: si el Gobierno ha indultado a los líderes independentistas no es para buscar la concordia y alcanzar la paz, sino para asegurarse una mayoría parlamentaria con el propósito de mantenerse en el poder el máximo tiempo posible. Y no hay más. Todo a costa de la frágil seguridad jurídica del Estado español, y a cambio de prebendas y medidas meramente cosméticas embadurnadas de populismo, dirigidas a satisfacer los instintos primarios de un pueblo al que se le supone bobo y simplón.

No se ha tratado de un acto de valor, sino de cobardía. El Gobierno, al acceder a los indultos, no sólo ha sacado a la calle a unos delincuentes con nulo propósito de enmienda, sino que ha asumido su relato de los hechos y se ha puesto del lado de quienes han tratado de romper la democracia española. El que no hayan tenido éxito -todavía- es irrelevante. Lo importantes es que todos los límites han saltado por los aires y, para el conjunto de la ciudadanía, la confianza en la ley se ha roto. Porque, si el Gobierno de un país no es capaz de cumplir ni de hacer cumplir esa ley, ¿entonces quién puede hacerlo? Y aún más, ¿qué razones tienen los ciudadanos para hacerlo? Si todo es interés político y nada es sagrado, ¿para qué molestarse en caminar por el lado de la rectitud y la honradez cuando se pueden alcanzar antes los objetivos propios violando la legalidad?

El fin de las mascarillas al aire libre, la asistencia a los partidos de fútbol o la rebaja (más propagandística que real) de la factura de la luz (después de una subida histórica) no son más que la muestra de los desesperados intentos del Gobierno de congraciarse con un pueblo que sabe que rechaza a nivel generalizado los indultos. Una forma triste de comprar el sano respeto del ciudadano medio por la ley y la Constitución con medidas cortoplacistas conducentes a generar un efímero efecto placebo. Y luego, a otra cosa. Todo para enmascarar una absoluta traición a los principios sobre los que se sostiene una democracia. Si el Gobierno tuviera siquiera la mitad del valor y de la altura de miras que se atribuye, convocaría elecciones inmediatamente para que el pueblo prueba pronunciarse. O hubiera efectuado un referéndum jurídicamente vinculante antes de firmar los indultos.

No lo ha hecho sencillamente porque lo que opinen o dejen de opinar los ciudadanos no cuenta, más que a efectos electorales. Visto lo visto, lo sorprendente es que Sánchez y los suyos puedan contar aún con una legión de defensores que se crean lo que dice, o que aun no haciéndolo estén dispuestos a apoyarle. Ahora incluso a pesar de que puede comenzar a despejarse aquella incógnita de qué les había prometido Sánchez a los independentistas para salirse con la suya durante la investidura. En estos momentos todos los españoles lo saben, si bien nadie dentro del PSOE lo reconocerá jamás. Porque harán falta dosis ingentes de ingenuidad para no deducir que fueron precisamente los indultos lo que aseguró Sánchez a los nacionalistas catalanes a cambio de la Presidencia de Gobierno. Y aunque se ha querido dar la impresión de que ha sido una decisión lenta y madurada a lo largo del tiempo, se trata de una mentira apabullante. Esto estaba decidido desde el principio. Lo único que ha estado estudiando el Gobierno ha sido la ocasión propicia para hacerlo y cómo venderlo soportando el menor coste político posible.

Quienes crean de buena fe que esta medida apaciguará el conflicto catalán pronto demostrarán su criminal miopía. Esto no es más que el principio de un efecto dominó que va a nutrir de combustible a las políticas nacionalistas tanto en Cataluña como en el resto de España, confirmando el gran error que cometieron los padres fundadores del sistema actual durante la Transición: creerse que se puede negociar con quien quiere imponer su verdad por la fuerza.

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