JAQUE AL GOBIERNO
Los recientes varapalos del Tribunal Constitucional al Gobierno están empezando a dejar las cosas claras. Algunos ya lo advertimos desde el primer momento, frente a todos los palmeros liberticidas afines al Gobierno, prestos a justificar el abuso de Derecho simplemente porque proviene del partido político al que votan. Habría que ver su postura si la situación hubiese sido al revés. Aunque el ejercicio arrojaría un resultado tan obvio que ni merecería la pena siquiera. El Constitucional pone en dedo en la llaga cuando tumba el Estado de Alarma: no pone en duda su necesidad, ni se pronuncia sobre las medidas sanitarias en sí, ni sobre la emergencia médica derivada de la pandemia; lo que viene a decir básicamente es que el instrumento jurídico adecuado para hacer lo que se hizo es el Estado de Excepción y no el Estado de Alarma. Por medio del primero se puede suspender a nivel general el ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, con el segundo no.
Cualquiera podría decir que esto no es más que un tecnicismo legal truculento y que lo importante era salvar vidas. Pero la cosa cambia cuando, ojeando la ley, se comprueba que se requiere de un control parlamentario previo de la propuesta que realiza el Gobierno para que el Estado de Excepción entre en vigor, a diferencia del Estado de Alarma. Y que, a la par, el control del Parlamento es mucho más estrecho, de manera que, de haberse hecho lo que se tenía que haber hecho (emplear la fórmula del Estado de Excepción y no la del Estado de Alarma), el Gobierno se las hubiera visto difíciles para aplicar las múltiples medidas arbitrarias que, bajo el paraguas de la emergencia sanitaria, tendieron a restringir lo máximo posible los derechos de los ciudadanos. Detenciones directamente ilegales inclusive, que ahora los tribunales ordinarios se están encargando de poner en su sitio, cuando no sanciones administrativas sin base fáctica ni jurídica alguna.
La cuestión aquí no es si se debían o no imponer restricciones y sanciones para los infractores. Está claro que era la única opción. El debate está en el medio, la proporción y el aprovechamiento de la situación por parte del Gobierno y de la Administración Pública para aumentar su poder y detener o sancionar fuera de lo límites legales a las personas. Una situación que, por mucho que ahora a algunos les de igual, no debe quedar impune y ha de pasar justo peaje a los responsables. De lo contrario estaríamos afirmando que, en situación de emergencia, el Estado puede destruir los derechos fundamentales y que esto estaría justificado en pos de la seguridad general. El resto de la historia se cuenta por sí sola. Y a buen entendedor, pocas palabras faltan.
Lo más siniestro de todo esto es la cantidad sorprendente de sujetos que han asumido el relato del medio propagado vez tras vez por el Gobierno, con la idea de convertirles en un rebaño dócil y dispuesto a soportar nuevas violaciones de derechos si la cosa se tercia. El apoyo social que toda tiranía necesita y sin la cual no puede existir. Sólo que, en este caso, la tiranía no proviene de una revolución o de un golpe de Estado, sino de la destrucción a fuego lento de la democracia, poco a poco, por todos los partidos políticos y especialmente por los dos más grandes. Partidos que, si se dicen demócratas, es porque no les queda más remedio. Pero que no paran de deslegitimar la Justicia cada vez que pueden, poniéndole todas las zancadillas posibles y dejando en papel mojado las resoluciones judiciales que no le convienen.
¿Cabe, quizás, una actitud diferente cuando la mitad del país ha asumido que su libertad es sacrificable?