Mohamed Bin Salmán y la guerra en Yemen.
A la sombra del conflicto de Siria, la guerra civil en Yemen se ha convertido en un auténtico drama humanitario que ha generado, según las cifras manejadas por Amnistía Internacional, más de tres millones de refugiados, alrededor de veinticuatro millones de personas necesitadas de atención humanitaria y más de veinte mil víctimas mortales entre la población civil.
El trasfondo de la guerra se enmarca en la pugna por la hegemonía en Oriente Próximo que se libra entre Arabia Saudí e Irán principalmente. Las complejidades tribales e históricas que han azotado a Yemen desde el origen mismo de su propia existencia se han entrelazado con el estallido de las denominadas Primaveras Árabes y el auge del Terrorismo Islamista para dar lugar a un cóctel explosivo.
El origen y desarrollo de esta guerra a día de hoy inconclusa lo hemos analizado a fondo en el estudio publicado en la Revista del Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE) del Ministerio de Defensa, La Insurgencia Hutí en la guerra civil de Yemen , de manera que nos concentraremos aquí en la guerra fría entablada entre las dos potencias regionales y, especialmente, en el callejón sin salida que está suponiendo para Arabia Saudí y su líder, Mohamed bin Salmán, la intervención en el conflicto yemení. Pues es imprescindible tener en cuenta que la escalada militar en Yemen no ha sido ajena al ascenso al poder del heredero al trono y también ministro de Defensa. De esta manera, la posición del líder saudí está inseparablemente ligada al desenlace de la guerra en su vecino del sur, para bien o para mal. El rol autoasumido de Riad como potencia con aspiraciones diplomáticas más allá del ámbito regional y «protectora» de los sunníes la ha llegado a desarrollar una suerte de «obsesión iraní», motivada en parte por los temores a la rebelión de la población saudí de orientación chií que habita en las regiones del Este del país.
De ahí la campaña de bombardeos indiscriminados que han merecido la condena internacional, y las fricciones con otros países del entorno, como Emiratos Árabes Unidos (EAU) o Catar, que no están dispuestos a suscribir la totalidad de la agenda política saudí. No sólo eso, sino que bin Salmán ha tenido que prestar una atención no menor al frente interno, donde se ha lanzado a la una campaña de eliminación sin piedad de la oposición interna, alentada por el coste cada vez mayor para las arcas saudíes de la intervención en Yemen, el temor a una escalada militar aún mayor con Irán y los evidentes problemas que experimenta el país para extender sus fuentes de financiación interna más allá de la exportación de crudo. En consecuencia, al príncipe heredero sólo le ha quedado la opción de escapar hacia adelante y apoyar al Gobierno de Yemen contra la Insurgencia de los Hutis con una cara intervención militar de mayor envergadura cada vez, muy alejada de la guerra por interposición que en un primer momento se proyectó.
Por su parte, el otro gran actor de la esta función, el Irán de los ayatolás, presta un apoyo al principio soterrado, pero ahora ya evidente, a la Insurgencia Hutí. Aunque para Irán Yemen se presenta como un teatro menor, no está desconectado del conflicto en Siria, donde ha evitado por todos los medios a su alcance la caída del régimen del al-Ásad de cara a mantener su presencia en el Mediterráneo y apuntalar el apoyo a Hezbolá en el Líbano. El que en Irak conviva con un gobierno también chií afín a los intereses de la potencia persa viene a demostrar la envergadura de la hegemonía política y diplomática lograda por Irán en Oriente Próximo, gozando de un corredor de tierra ininterrumpido desde sus propias fronteras hasta el mar por medio de Siria. El repliegue de Estados Unidos ha abonado el campo para el expansionismo de su aliado, Rusia, que ha logrado convertirse en un interlocutor serio en el avispero político de la región.
Con unos EEUU erráticos y sin una política clara, Arabia Saudí se ha visto en realidad sola en una guerra en la que a duras penas es capaz de mantener unida a la «coalición internacional» que, en teoría, la apoya. Y que a su vez le está suponiendo un drenaje importante de recursos humanos, materiales y económicos que el país no está en posición de reponer con rapidez. Una hemorragia que no va a cortarse en el futuro previsible, por cuanto la ya de por sí menoscabada posición internacional saudí ante el desenlace incierto del conflicto se vería debilitada todavía más frente a Irán si, de repente, la intervención de Riad cesara y tuviera que llegar a una suerte de arreglo con los hutíes y aceptar la influencia de Irán en un territorio que, hasta el comienzo de la guerra misma, apenas existía. Por su parte, Irán sólo tiene que sentarse y esperar a que el estancamiento del conflicto hiera de muerte a la economía saudí a la vez que genere tensiones cada vea mayores con sus socios de coalición. Tan sólo debe limitarse a mantener un apoyo calculado a una insurgencia que controla Saná, la capital de Yemen, y que goza de un gobierno razonablemente operativo; a la par que consolida los frutos de sus éxitos en Siria.
Arabia Saudí y Mohamed Bin Salmán se hallan, en consecuencia, ante un callejón sin salida. El asesinato del periodista disidente Yamal Jashogyi en el consulado de Riad en Estambul dañó perceptiblemente la reputación del líder saudí, lo que le ha imposibilitado llevar a buen término sus proyectos económicos, que requieren de inversión extranjera, en pos de alejarse de la absoluta dependencia del petróleo para sostener una economía que está lejos de sus días gloriosos. Una economía que debe enfrentarse al desafío del auténtico ‘Vietnam’ en el que se halla empantanada y que, de no hallar una solución que permita su oxigenación, puede abrir la puerta a turbulentos cambios dentro de la aparentemente monolítica élite dirigente saudí.