Martes, 3 de diciembre, 2024

Con el fin de explotar al máximo la debilidad soviética, los Estados Unidos de América decidieron hacer realidad una lógica universal de todo conflicto bélico: la guerra hace extraños compañeros de cama.

Pablo Gea

Cuando en diciembre de 1979 la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) decidió invadir Afganistán para apuntalar en el poder a un Gobierno aliado, poco podían imaginar los raquíticos ejemplares de la nomenklatura soviética lo que se les venía encima. La esclerótica estructura burocrática iba a verse sacudida duramente en un conflicto que, al fin y a la postre, influiría de manera decisiva en el fin de la Unión Soviética. Y es que las cosas se precipitaron en 1978, cuando la izquierda del PDPA (Partido Democrático del Pueblo de Afganistán) dio un golpe de estado contra el Gobierno autoritario de Mohammed Daud, quien a su vez había ascendido al Poder en 1973. La dictadura y el recurso al empleo del terror se revelaron más como una dificultad a superar que como un instrumento útil en la imposición del Comunismo en Afganistán, motivo por el cual, desde la URSS, donde las matanzas en masa se habían superado desde hacía años, se pretendió en vano poner coto a los excesos.

         Aunque ello no supuso impedimento alguno para que los soviéticos apoyaran al nuevo régimen socialista amigo. La situación se calentó hasta el punto de que en marzo de 1979 estalló una rebelión abierta contra el poder comunista en la provincia de Herat. Los rebeldes eran guerrilleros islamistas, los cuales habían venido cosechando un apoyo social que aumentaba por momentos, paralelamente al incremento del terror por parte de la dictadura socialista. Régimen que se encontraba entonces encabezado por Nur Muhammad Taraki y Hafizullah Amin, los mismos protagonistas del golpe. Viendo que la cosa se iba de las manos, los soviéticos pactaron con el Presidente Taraki otorgar a Amin el puesto de Primer Ministro. Pero esto es Afganistán, y aquí nada sale según lo planeado. En este caso, Amin se adelantó a la jugada, se deshizo de Taraki y accedió él mismo a la Presidencia. Ante la purga del partido que implementó el nuevo líder, Leonid Brezhniev, el líder soviético, consideró que su única alternativa para mantener la estabilidad en el país y evitar que se alejara de su esfera de influencia era intervenir militarmente. Dicho y hecho. La operación se ejecutó con eficacia y el país quedó en manos del Ejército Rojo y del KGB. La escasa resistencia fue neutralizada y todo parecía ir bien.

         Pero, a pesar de la aparente muestra de fortaleza que suponía la invasión, en realidad no era más que el gesto desesperado de una élite gobernante sin ideas, que había yugulado cualquier iniciativa creativa de abordar un problema tan espinoso. Sorprendentemente, los soviéticos pensaban que podían aplicar el esquema de las invasiones de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, países europeos urbanos en definitiva, al difícil escenario afgano, sin estructuras de Estado funcionales, en plena guerra civil y con una lógica tribal incontrolable e impredecible que llevaba muchos años poniéndoles las cosas difíciles a las potencias invasoras. Los líderes del Kremlin tampoco se hacía ilusiones: se habían dado cuenta ya de que las posibilidades de llevar al Tercer Mundo al comunismo eran cada día más remotas. Desde antes de la invasión en 1979, los comunistas afganos se las venían viendo con la insurgencia de los muyahidines, entre cuyas facciones se encontraban los hoy mundialmente conocidos como los talibanes.

En esta tesitura, y con el fin de explotar al máximo la debilidad soviética, los Estados Unidos de América decidieron hacer realidad una lógica universal de todo conflicto bélico: la guerra hace extraños compañeros de cama. Y, con este fin, durante la presidencia del Demócrata Jimmy Carter se comenzó a destinar ayuda militar a los islamistas, que se sumó a la que ya daban Arabia Saudí y Paquistán. Si bien no sería hasta el acceso del Republicano Ronald Reagan a la Casa Blanca cuando dicha ayuda alcanzaría su cota más alta. No hay que olvidar que los muyahidines constituían un ‘movimiento anti-imperialista’ que atrajo a combatientes yihadistas de todas partes del mundo, incluido Osama bin Laden. Sólo que en este caso se trataba de un imperio comunista, encarnado en la URSS. La realpolitik mandaba entonces como manda hoy. Y aunque años después los estadounidenses encontrarían la horma de su zapato con el fanatismo islamista, en lo que estaba convirtiendo en un auténtico ‘Vietnam soviético’ valía la pena el esfuerzo. Pero, a pesar de ello, no se produjo el colapso económico ni político de la Unión Soviética. Ni siquiera el militar, a pesar de que en 1983 unos ejercicios de la OTAN que fueron malinterpretados por los soviéticos como un ataque en toda regla estuvieron a punto de provocar una guerra nuclear.

En cualquier caso, los dirigentes comunistas eran conscientes de que la situación en Afganistán era un desastre, y se afanaron en salir del lodazal en el que se hallaban empantanados. En 1985 llegó al poder un reformista, Mijaíl Gorbachov, el artífice del fin tanto de la Guerra Fría como de la propia Unión Soviética. Plenamente convencido de que los aliados de los soviéticos en el teatro del Tercer Mundo eran más un problema que una ayuda, y de que la posibilidad real de extender el comunismo allí constituía una quimera, anunció 1989 la retirada de las tropas de Afganistán, a lo que no fue ajena la impopularidad entre la población soviética de la guerra, a pesar del control de los medios por parte del Estado. Con el abandono soviético, el régimen comunista afgano sucumbió ante los muyahidines en 1992, dando paso a una etapa de inestabilidad hasta la toma del Poder por parte de los talibanes en 1996.

Por su parte, Gorbachov inició una serie de reformas dentro del Estado soviético que socavaron el poder del Partido Comunista y, con ello, del Estado soviético mismo, provocando el desmembramiento de la Unión Soviética en una serie de Estados independientes, la mayoría de los cuales sigue hoy un camino independiente. De lo que no cabe duda es de que la Guerra de Afganistán propició el ascenso a la dirección de la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov, cuyas políticas fueron las responsables en última instancia del derrumbe del Imperio Soviético. Responsabilidad que no corresponde ni al colapso económico, ni a la ineficacia política, ni a la derrota militar, ni a la acción de los Estados Unidos.

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