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Covid

Las restricciones en los derechos vienen para quedarse. Aunque nadie esté preparado para oír eso ahora.

Pablo Gea

Lo que desde el comienzo de la Pandemia se ha venido aventurando ha terminado por confirmarse. Los gobiernos de las democracias europeas (y de otras) se han aficionado peligrosamente a eso de restringir o directamente violar los derechos fundamentales de la población por medio de medidas de excepción amparadas en la incuestionable lucha contra el Covid. Esto ya no es una cuestión de color político, de derechas o de izquierdas, sino de algo sistémico, que afecta a la lógica misma del sistema político en el que uno vive. La normalización de todos los atropellos, de todos los abusos y de todas ilegalidades que los tribunales -por fortuna- van poniendo en su lugar, se ha vuelto más peligrosa que el virus mismo. Pues amparados en la necesidad de erradicar cuanto antes la pandemia o, cuanto menos, reducir sus efectos al mínimo, las administraciones están recurriendo cada vez con mayor impunidad a la imposición de medidas de dudosa legalidad y que cercenan los derechos de las personas sin unos límites claros y con una duración desconocida.

Advertir esto no supone caer en el insensato negacionismo o regalarle los oídos al absurdo movimiento anti-vacuna, que increíblemente se ve amparado por formaciones políticas con importante representación parlamentaria. La vacunación, sin poder ser jamás una obligación, es a día de hoy la única forma de poder aspirar a dejar atrás los peores efectos de toda esta tragedia y aspirar a abrazar un horizonte donde las cosas vuelvan a ser como antes. Pero ojo, con las lecciones aprendidas. No querer ver esto implica caer en una insensatez carente del más mínimo rigor científico, además de demostrar un egoísmo pertinaz mucho más allá de la insolidaridad comunitaria. Dicho lo cual, muy diferente de evaluar con sentido común el proceso de vacunación es asumir dócilmente postulados tan incoherentes como los anteriores, sólo que emitidos por el altavoz desde el otro lado de la línea de fuego.

En este país se han aceptado mayoritariamente cuantas restricciones han decidido tanto el Gobierno central como las Comunidades Autónomas casi sin rechistar. Y aunque los jueces han puesto coto a abusos e irregularidades, el civismo de la ciudadanía sigue presto a aceptar los sacrificios que sean necesarios porque se entienden como algo inevitable que hay que aceptar. Pero todo tiene un límite. Y por mucho que se puedan acariciar iniciativas peregrinas, no pueden asumirse sin más al margen de los derechos civiles que, como ciudadanos, a cada uno de nosotros nos asisten.

Es esto y no otra cosa lo que debe tenerse presente a la hora de reflexionar sobre el Pasaporte Covid, la nueva polémica que azota la ya de por sí azarosa gestión de todo este embrollo que están efectuando las autoridades gubernamentales. Hay que tener en cuenta lo que ya es sabido: la vacuna no inmuniza, tan sólo aleja las perspectivas del contagio y amortigua los síntomas si este se produce. Por lo tanto, una persona que haya completado su ciclo de vacunación puede ser perfectamente portadora del virus y puede igualmente contagiar a cualquiera. Razón por la cual carece de sentido exigir que las personas tengan que identificarse por medio de un documento sanitario para poder entrar en un pub o en una discoteca cuando lo que se va a acreditar con dicho documento no es que el entorno al que se vaya a acceder sea más seguro. E incluso aunque así fuera, tampoco estaría justificado el atentado contra los derechos de las personas, pues el fin (no lo olvidemos) nunca puede justificar los medios. Al menos, en un Estado de Derecho.

La realidad es que todo esto no es más que otro conejito que se han sacado de la chistera los políticos para obligar a la gente a vacunarse, ya que, legalmente, no pueden hacerlo. Pero nada más. Y lo hacen ahora, que el ritmo de vacunación está avanzado, y no antes, cuando su justificación médica era exactamente la misma que se esgrime en estos momentos. Aunque la jugada no ha salido tan limpia como se esperaba y el Tribunal Superior de Justicia de Canarias ha salido al paso tumbando el Pasaporte Covid en esta Comunidad Autónoma por medio de una suspensión cautelarísima. Y lo ha hecho así por alto riesgo de violación de los Derechos Fundamentales, según el propio tribunal ha expresado. Planteando una serie de argumentos legales que merecen la pena considerarse y sobre los que todos los ciudadanos, que deben conocer sus derechos, sería bueno que reflexionaran.

Entiende así el TSJC que, con la imposición del Pasaporte Covid, se está convirtiendo a los hosteleros en controladores del sistema sanitario​ público, invadiendo por tanto el derecho a la intimidad de las personas al tener acceso a su información sanitaria, que pertenece a la esfera privada de cada sujeto. Recuerda, por lo demás, que estos datos sanitarios tienen carácter confidencial y que, tal y como ha señalado ya el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, dicha confidencialidad constituye uno de los pilares fundamentales de los sistemas sanitarios de los países parte del Convenio Europeo de Derechos Humanos, el instrumento legal que sostiene a este tribunal.

Decida lo que se decida finalmente, una medida tan sumamente invasiva y, desde nuestro punto de vista, abiertamente ilegal y destructora de los derechos civiles recogidos en la Constitución, carece de cualquier justificación. Al margen de lo que digan los gobiernos y al margen de lo que digan los liberticidas que les apoyan. Y menos en un estado de la emergencia sanitaria que dista mucho del período más crítico, en el cual ni aun así hubiera debido dársele ningún cauce. Porque las restricciones en los derechos vienen para quedarse. Aunque nadie esté preparado para oír eso ahora.

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