GOBERNAR PROHIBIENDO
Las últimas encuestas le son favorables al Partido Popular. Mérito que no puede atribuirse su líder, Pablo Casado, cada vez más receloso de la popularidad de Isabel Díaz Ayuso. A despecho de su poca sagacidad, entiende que si alguna vez alcanza la Moncloa será porque la dinámica bipartidista todavía sigue bien engrasada en la cancha política española. No significa ni mucho menos que la suerte esté echada. El PSOE sigue manteniendo un ascendente enorme sobre millones de españoles. Pero incluso estos observan con estupor algunas de las iniciativas más disparatadas del Gobierno. Pedro Sánchez ha jugado siempre a relegar estos aspectos a los ministros de Unidos Podemos, con la idea de salvar la cara ante su electorado más moderado. Una idea simple pero efectiva: la única manera de construir un Gobierno ‘progresista’ era pactando con los radicales de izquierda, así que no queda más remedio que ceder en algunos aspectos poco importantes en pos de implementar un plan de regeneración a gran escala.
La cosa es que la responsabilidad de gobernar, si bien compartida, recae sobre una persona en particular más que sobre el resto: el Presidente. Responsabilidad que no sólo conlleva viajes en avión y reconocimientos en las cumbres internacionales, sino el asumir las consecuencias por las decisiones que se toman. Y a nadie se les escapa que estamos ante el gobierno más liberticida que ha dado la democracia española desde 1978. Desde el comienzo de la legislatura, el gusto por la prohibición ha brillado por encima de cualquier otro rasgo del Ejecutivo. Desde los atropellos a los derechos individuales durante la Pandemia que ahora los tribunales se están encargando de poner en su sitio hasta las injerencias en los hábitos alimenticios, las relaciones sexuales o la libertad de cátedra de los profesores, por poner sólo algunos ejemplos. A lo que hay que sumar el incremento de la capacidad impositiva del Estado, otorgando a la Agencia Tributaria una libertad de acción y una capacidad para intervenir en la vida de las personas desconocida hasta ahora. Y el que se sienta atacado, que acuda a los tribunales.
Esto les resta votos, y tanto el PSOE como UP lo saben. Contemplan con incertidumbre los próximos comicios y entienden que gozan de una oportunidad única para hacer cambios e implementar su visión del mundo. Que, pese a la propaganda, el PP no alterará demasiado cuando vuelva al Poder. No de otra forma pueden explicarse los peajes en las carreteras o la prohibición de los anuncios de chocolatinas. Mientras, los jóvenes talentos se ven abocados al exilio laboral y los más pobres son arrasados por facturas de la luz infames. La prioridad no es el bienestar de los ciudadanos para garantizar su libertad, sino al revés: la obsesión del Estado paternalista llega a la histeria cuando no es capaz de controlar absolutamente todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. No confía en ciudadanos maduros capaces de tomar sus propias decisiones, sino que persigue ovejas dóciles y estúpidas que se sometan a las mentes lúcidas que dirigen el país y que saben mejor que ellos lo que les conviene.
Esta y no otra es la razón por la que, desde hace unos meses hasta ahora, el catálogo de prohibiciones se ha ampliado mucho más que durante el período inmediatamente anterior. Los tics ideológicos son demasiado obvios como para que puedan disimularse ya bajo el paraguas de causas que aparentemente todo el mundo puede apoyar. El Gobierno ha perdido de vista qué es lo importante, prestando cada vez más la atención hacia cuestiones evanescentes y superfluas, que en la realidad de la vida diaria de las personas de a pie les importan bien poco. Por eso los socialistas y los comunistas irán cayendo cada día más en las encuestas. No se debe al desgaste inevitable de la gestión gubernamental, sino a haber utilizado dicha gestión para dejar la vida de los españoles peor que cuando pusieron sus manos sobre el timón del país.