LA GUERRA DE UCRANIA ES NUESTRA GUERRA
En el último Consejo Europeo, Pedro Sánchez le pidió al Primer Ministro polaco Donald Tusk que los líderes europeos se abstuvieran de utilizar el término ‘guerra’ para referirse a lo que está sucediendo en Ucrania y, en general, para la crisis diplomática sin precedentes que se está viviendo con Rusia. Sabiamente y con buen criterio, el polaco le espetó que en Europa del Este la guerra no era algo abstracto. Lo que en otras circunstancias se consideraría simplemente como una torpeza diplomática atribuible a la abulia intelectual del personaje y al desconocimiento absoluto de la historia de las denominadas ‘Tierras de sangre’ se convierte en un exponente de ese sentir peligroso que existe en una parte no desdeñable de ciudadanos y estadistas europeos: que lo que pasa en Ucrania no va con ellos.
Una vez enfriadas las pasiones sentimentales emanadas de la criminal invasión rusa de Ucrania, el relativismo existencial sazonado con unas dosis no menores de cinismo vuelve a instalarse en las cabezas y corazones de muchos. Hay quienes han reparado en esto, siquiera por mor de la propaganda política, y ahora quieren pegar un duro giro de timón, como el Presidente francés Macron, que ha pasado junto con su homólogo alemán de capitanear la política de apaciguamiento con Putin a erigirse como pretendido líder en la lucha de Europa contra la tiranía rusa. Lo cierto es que a Francia y a Alemania debería caérseles la cara de vergüenza, porque han tenido que ser los polacos y los bálticos, seguidos a rebufo por los países nórdicos, los que han liderado de verdad la respuesta europea a la agresión del Kremlin. Todo lo que han podido sin traspasar las líneas rojas que marcarían el inicio de una guerra nuclear. Porque de eso se trata, de guerra.
Putin se rió de Macron en Moscú instantes antes de la invasión, y Scholz ha tenido que meter la cabeza debajo de la arena cual avestruz para no someter a sus ciudadanos a una anorexia energética que los acomodados germanos no estarían dispuestos a tolerar. Es lo que tiene depender energéticamente de sátrapas y jugar a la demagogia cerrando centrales nucleares a la vez que se abren minas de carbón, infinitamente más contaminantes. La realidad es que ni a los franceses ni a los alemanes les importan los ucranianos, sólo el juego político y energético. Lo mismo que a Washington, que ha coronado con éxito toda su estrategia de desestabilización del espacio postsoviético y ha reforzado la OTAN tras la pretendida ‘muerte cerebral’ que auguraban algunos.
En cualquier caso, que los árboles no nos impidan ver el bosque. Y que el juego de ajedrez entre las grandes potencias no nos haga pasar por alto lo evidente. Lo que se juega en Ucrania y en Europa del este no es sólo una batalla militar, sino existencial. Es -o debería ser- la lucha de los países civilizados frente a la barbarie. Porque no debe dudarse de que los ucranianos son las víctimas y los rusos los verdugos, con la notable excepción de todos aquellos que han tenido el coraje de protestar contra las acciones criminales de su gobierno, y han estado dispuestos a pagar el precio por ello. Por esta razón, la guerra de Ucrania es nuestra guerra, de todos los europeos. Y cuando digo esto no implica la firma de un cheque en blanco para una intervención militar en toda regla que escale más el conflicto, sino frenar todas tentaciones, vengan de donde vengan, que planteen el escenario de abandonar a Ucrania o de, al menos, reducir el flujo de la ayuda.
Los países de Europa, los países de la Unión Europea, entre los que se encuentra España, deben hacer todo lo que esté en su mano para conseguir que el desenlace de la guerra sea favorable para Kiev. Porque, frente a los Chamberlain y Daladier de turno, la Historia demuestra de manera indefectible que las políticas de apaciguamiento son un fracaso, y que los dictadores interpretan esto como un signo de debilidad y como una carta blanca para incrementar sus demandas. Que toman por la fuerza, en caso de no ser satisfechas. Si Europa no es capaz de ofrecer un frente unido frente a Rusia, el mensaje que mandará a todos es que las dictaduras pueden violar las leyes internacionales, las fronteras y los Derechos Humanos, esclavizar pueblos y hacer su voluntad sin límites. Un mensaje peligroso en un contexto en el que la democracia es contestada dentro de Europa. Como sabiamente expresó Maquiavelo en El Príncipe: ‘El que tolera el desorden para evitar la guerra, tiene primero el desorden y después la guerra’.
Nadie quiere la guerra, pero si no queremos sucumbir a ella, hay que prepararse para esta eventualidad, guste o no guste. Y no por medio de declaraciones estrambóticas de cara a la galería, o de iniciativas insensatas que aumenten el riesgo de conflicto, sino con una política unificada y firme, de consenso entre todos los países de la Unión, para apoyar sin fisuras a Ucrania y alejar la tentación de que Moscú se planteara una agresión directa o híbrida contra algún país de Europa del Este para, ante el miedo de entablar unas hostilidades abiertas, Bruselas y Washington acepten entregar Kiev en un sacrificio ritual tan cobarde como inútil, en un nuevo Múnich ignominioso. Lo que no puede suceder es que un dictador obtenga concesiones amenazando de manera constante con la guerra nuclear para impedir que Europa se movilice para defender sus valores. Porque en una Europa que no es capaz de defender los valores de la democracia y de la dignidad, no merece la pena vivir.