PENSILVANIA V. PENSILVANIA
Tuve que viajar a Filadelfia a finales de mayo de 2024 y encontré una ciudad de vocación cosmopolita y multicultural, cuna de muchos de los lugares emblemáticos que acompañaron el desarrollo de la Revolución americana: el Independence Hall,donde se firmó la Declaración de Independencia de 4 de julio de 1776, la llamada campana de la libertad (Liberty bell), la legendaria Philosophical Society —una de cuyas ideas directrices apuntaba a la necesidad de popularizar la cultura—o el solar donde se encontraba en el pasado la casa del polifacético Benjamin Franklin, convertida hoy en un anodino bloque de apartamentos.
Descendiendo por la pequeña calle adoquinada de Elfreth´s Alley, donde casi se puede respirar el aire de hace 250 años, se llega a la orilla del río Delaware, privilegiada arteria de penetración hacia el interior de Pensilvania desde su fundación en 1681. Veinte millas más al norte, en la misma orilla del río, se alza Pennsbury Manor, el retiro de verano del fundador de la colonia —y a la cual debe su nombre Pensilvania— William Penn.
Exilado de Inglaterra por sus convicciones cuáqueras y disidentes, demasiado libres, pacifistas y tolerantes para el anglicanismo hegemónico, William Penn soñó con fundar en Pensilvania una colonia donde pudieran convivir en paz miembros de los más distintos credos y religiones, adeptos de todas las opiniones y tendencias, y de ahí el nombre de su capital, Filadelfia, que significa «amor fraterno» o «amor entre los hermanos».
«El pacifismo y la oposición a la Guerra de Vietnam tienen su origen inconsciente, pero también indiscutible, en una herencia cuáquera»
La libertad de expresión, sin temor a constricciones religiosas o políticas, quedaría también consagrada en uno de los artículos de la Carta fundacional de Pensilvania, décadas antes de la aparición del Bill of Rights de Virginia, que es como se conocen las diez primeras enmiendas de la Constitución americana de 1787.
A diferencia de la herencia puritana de los Estados Unidos, con sus rasgos característicos de laboriosidad y austeridad —y en ocasiones también de fanatismo— se ha soslayado con frecuencia la herencia cuáquera de América y su incidencia de los ideales de tolerancia, universalismo y apertura.
El pacifismo, la cultura beatnik y la oposición a la Guerra de Vietnam tienen su origen inconsciente, pero también indiscutible, en esta herencia cuáquera.
Hoy en día, sin embargo, basta conducir un par de horas hacia el corazón de Pensilvania para constatar que la sociedad americana se encuentra cada vez más escindida en dos mitades irreconciliables, la América demócrata y la América republicana. La América liberal-progresista y la América conservadora.
Ambas se informan por periódicos distintos, ven diferentes canales de televisión, se relacionan con personas de su misma ideología y están menos dispuestas a dialogar o a interesarse por ideas diferentes a la suyas. En la mayoría de los casos, ambas se detestan.
Según las encuestas, cada vez es mayor el número de personas que reconoce abiertamente que rechazaría tener un amigo, una pareja o incluso un compañero de habitación en la universidad que votara a un partido diferente. Todo lo contrario del sueño de tolerancia de William Penn.
«Los white collar workers rechazan la actual deriva del Partido Republicano; en Filadelfia se concentran todos los excesos de wokismo»
En Filadelfia, los white collar workers, generalmente clase media en posesión de diplomas universitarios, rechazan todo cuanto representa la actual deriva del Partido Republicano, al cual identifican, exclusivamente, con racismo, supremacismo, xenofobia, conspiracionismo, fundamentalismo y menosprecio de la ciencia. El asalto al Capitolio, el 6 de enero de 2021, así como muchas declaraciones del candidato Donald Trump, no harían sino confirmar esta visión.
En el interior rural de Pensilvania, la ciudad de Filadelfia vendría sin embargo a resumir todos los excesos de wokismo, la dictadura de lo políticamente correcto, la degradación de los valores tradicionales americanos o la imposición de la denominada ideología de género. En suma, todo lo que los conservadores republicanos identifican como decadente.
Mannheim es una pequeña localidad situada en el condado de Lancaster, próxima al país de los Amish. Allí se celebra cada quince días el llamado «mercadillo de las raíces» (roots market), a cuya entrada los carteles nos recuerdan «make no mistake, vote for Trump», mientras animados grupos de jubilados se reúnen a beber cerveza ataviados con camisetas de Trump, bajo las que a veces asoma la culata de un revolver.
En el roots market de Mannheim suena un banjo por las calles, se escucha la voz atiplada del rematador de las subastas de cerdos y gallinas y un predicador ambulante nos habla de la Biblia, pero ningún demócrata en su sano juicio se atrevería a hacer allí campaña por Joe Biden o Kamala Harris.
Los ejemplos de hasta dónde llega el antagonismo entre las dos Américas podrían multiplicarse, pero, en mi opinión, lo importante es que esta contraposición radical en cuanto a la visión del mundo favorece normalmente las posiciones más extremas, que son las que definen con mayor nitidez a un grupo frente a otro. Las que se complacen en estigmatizar.
Dicha actitud de falta de entendimiento impregna cada vez más las llamadas sociedades occidentales, Europa entre ellas. La incapacidad de ponerse en el lugar del otro, de entender los motivos que le han conducido hasta donde se encuentra, resulta característica de la contienda política contemporánea. Creemos que hemos derrotado al dogmatismo, pero la verdadera ilustración comienza con la capacidad de dialogar y con el reconocimiento de que somos esencialmente falibles.
El falibilismo, que es una doctrina lógica que sostiene la posibilidad de que una proposición pueda ser negada, cambiando su valor de verdad y a partir de ella obtener de nuevo una nueva discriminación certera acerca de lo conocido, se encuentra ausente del discurso ideológico actual, que básicamente se alimenta de sí mismo y resulta dogmático por naturaleza.
«Debemos ser humildes y admitir que lo máximo a lo que podemos aspirar es a un fragmento, bastante transitorio, de la verdad»
Lo normal, por supuesto, es que estemos equivocados, que podamos aprender del otro, que nos enriquezcamos con la diferencia, que el urbanita apresurado de Filadelfia tenga algo que aprender del jubilado de Mannheim, y viceversa. Que yo tenga algo que aprender de ellos y ellos de mí.
Es necesario tender lazos, abrir diálogos, ser humildes, admitir que lo máximo a lo que podemos aspirar es a un fragmento, bastante transitorio, de la verdad, a ser posible compatible con la verdad de los demás, lo cual no significa renunciar a nuestro discernimiento, a nuestro criterio personal, sino enriquecerlo y abrirlo a nuevos horizontes y, sobre todo, bajarnos de nuestro pedestal.