El neomarxismo gobernante, explicación de un cincuentenario (III)

Para el comunismo la Transición pacífica a la democracia es un enemigo a abatir, pues queda el ensueño frustrado de la revolución no efectuada.
Gabriel Alonso-Carro y García-Crespo
Bertrand Russell, poco sospechoso de conservador, detalló en un conocido artículo: “¿Por qué no soy comunista?” (The basic writtings of B. Russell, 2009) varios de los aspectos de fondo que hemos tratado. Pero, sin duda, hay que destacar como acertadamente finaliza y concluye, su escrito: “El comunismo es una doctrina que se alimenta de pobreza, odio y lucha. Su propagación sólo puede ser detenida mediante la disminución del área en que existen la pobreza y el odio”. Una gran verdad que explica mucho de cierta política española actual, heredera y enraizada en los presupuestos neomarxistas de una parte de la izquierda de nuestro país.
Por ello, para estas corrientes, la Transición pacífica a la democracia es un enemigo a abatir. En el fondo, queda el ensueño frustrado de la revolución no efectuada. Parece decimonónico, incluso soviético, pero en el fondo es que hay un deseo latente de revivir esta “atracción fatal”. No es imaginación, son los hechos. El resentimiento es el patrimonio del socialismo científico y del comunismo, más presentes aún de lo que creemos en sus esquemas fundamentales. Con mordacidad contestaba el recién fallecido insigne filósofo A. McIntyre cuando le preguntaban qué le quedaba de su pasado marxista: “el deseo de que cuando veo a un rico esté colgado de una farola”. Una síntesis provocativa de estas ideologías.
El resentimiento es una forma de odio, de ira, y es mal consejera para el razonamiento objetivo y el análisis y la convivencia sana en sociedad. Este impulso lleva a convertir la política en denuncia, reclamación, réplica, reacción, petición de cuentas, acusaciones, etc., pero es ciego ante la propia obligación, el propio deber, la coherencia, y la hemiplejia moral que supone ver el mal siempre en el otro y nunca del propio lado. Es muy característico de cierta izquierda que cree que sus ideales justifican cualquier medio para supuestos nobles fines —aunque sean reprobables—.

«Es en la ética donde se fundamenta la democracia liberal sino quiere convertirse en un puro mecanismo formal de mayorías»
Como narra F. Umbral en una de sus novelas, cuando se desenmascara a un personaje en su doble moral, este responde: “el socialismo es científico y es indiferente que yo viva o no en coherencia con él” (El Giocondo, 1973). El dogma marxista, nunca fue realmente científico —como ha probado su fracaso en sus dos ejes centrales: la economía y el trabajo—, se justifica por sí mismo y ello libera de adoptar individualmente posturas realmente éticas. Pero precisamente es en la ética donde se fundamenta la democracia liberal sino quiere convertirse en un puro mecanismo formal de mayorías que se imponen a las minorías sin tolerancia ni pacto social, buscando solo el poder. Creo que este diagnóstico refleja muy bien lo ocurrido en España los últimos años.
Otro asunto de interés es la anulación de la sociedad civil a manos del Estado, propia del neomarxismo imperante. Marx tuvo una formación liberal ilustrada por familia y comenzó defendiendo la sociedad civil ante el omnipotente Estado en aras de la emancipación humana. Pero su evolución, transformando la alienación religiosa de Feüerbach en la que traslada al mundo laboral, hace que progresivamente apueste por la crítica de la propiedad privada de los medios de producción (y la consiguiente lucha de clases y el materialismo histórico). Ello implicará la gradual fusión Estado-Sociedad civil, desapareciendo el debido protagonismo liberal de esta última. La culminación será el “centralismo democrático” [sic] leninista que en realidad es el poder omnímodo del Partido único.
En esta óptica de Lenin, no cabe olvidar la revolución ni cabe la democracia parlamentaria, contra lo que defendían los socialdemócratas. En nuestro país por lo señalado más arriba, quedan evidentes reminiscencias de lo primero, y no menos de lo segundo, en el momento en que se ningunea la transparencia, el control parlamentario, las debidas explicaciones a los representantes de la soberanía popular o incluso se cierra inconstitucionalmente la Cámara Baja.
Por no hablar del intento de bloqueo de la Cámara Alta o el papel partidista de la presidenta del Congreso de los Diputados. Todo ello es fruto y encaja a la perfección con todo el trasfondo teórico-político neomarxista que se va desgranando. No cabe llamarse a engaño, sigue la edificación del Estado y de lo público, por consiguiente… ¿no les resulta familiar? Desgraciadamente, es muy real en nuestro presente nacional.
Ya a finales de los sesenta, B.H. Leví advirtió paradójicamente: “El marxismo, el opio de los pueblos”. En nuestro contexto lingüístico castellano, recientemente, lo ha expuesto magníficamente Víctor Pérez Velasco en su libroEl marxismo, una religión sin Dios (2024). Y es una clave interpretativa muy válida a mi juicio: el neomarxismo ya no es siquiera una doctrina política o económica: pervive como un sentimiento o como una religión secularizada. Tanto B.H. Leví como Víctor Pérez analizan con acierto y rigor los paralelismos entre esta corriente y las fes dogmáticas. La asimilación del socialismo actual a una iglesia, al menos de parte de él en España, no es una exageración.
Se ha dicho que el marxismo fue una “herejía del cristianismo” y es que, en realidad, aún siendo Marx judío de raza, es una traslación de la concepción trascendente judeocristiana de la Historia a una inmanente. No es el Estado sin religión, es la religión del Estado. Con sus pastores, liturgias, dogmas, corpus de creencias acientíficas, etc. Esto explica muy bien el comportamiento de votantes, políticos y partidos que se mueven por criterios que hace mucho dejaron de ser económico-laborales en términos de las ciencias sociales y pasaron a ser convicciones personales, creencias, motivaciones sentimentales, etc. con todo el respeto que merecen las creencias de tipo íntimo.

«El neomarxismo gobernante, al fracasar sus análisis y predicciones sobre el trabajo, la economía y la sociedad capitalista ha tenido que transformarse en marxismo cultural»
Finalmente, el neomarxismo gobernante es deudor de esta corriente del XIX porque al fracasar sus análisis y predicciones sobre el trabajo, la economía y la sociedad capitalista ha tenido que transformarse en marxismo cultural, ya sin sujeción posible de tipo político-económico. De ahí todas las leyes de ingeniería social que hemos visto aprobar estos últimos años. Ya no inciden sustancialmente en los ámbitos propios de la antaño izquierda preocupada por el obrero.
Ahora se trata de trasladar la dialéctica hegeliana marxista al plano antropológico, enfrentando a hombres con mujeres, heterosexuales con homosexuales y transgénero, a unos pueblos con otros dentro de nuestro país, a minorías marginales con el resto de la población, a los adolescentes con sus padres (permisividad en graves decisiones que no pueden tomar en otros casos mucho más leves), adoctrinamiento político en el sistema educativo y en los mass media en poder público para ideologizar a conveniencia, leyes de supuesta Memoria —¡aprobadas con los Bildu-etarras!— etc., etc.
A ello se añade el sumarse con entusiasmo a la cultura woke, sólo que también en el BOE. Es curiosa la asunción acrítica de ideologías en el fondo individualistas-neoliberales provenientes de los campus universitarios americanos. El mecanismo es siempre el mismo: instrumentalizar a colectivos sociales minoritarios, victimizándolos y utilizándolos políticamente, fomentando de nuevo el odio y el resentimiento, como ariete contra el enemigo que no adversario (en democracia). Siempre la dialéctica de “contrarios”, casi siempre imaginarios.
Las políticas de identidad también se constituyen en pseudo religiones sustitutivas, en fes sustitutivas dadoras de sentido que pretenden casi convertirlas en cosmovisiones. Pero, como ocurrió con el marxismo, sin apoyo científico o manipulando este, intentando crear de manera voluntarista el ‘hombre nuevo’ soviético desatendiendo la biología y los condicionantes objetivos en aras de constructos sociales fuertemente ideologizados, y por ello ajenos a la realidad.
Esta pseudo religión estatal, impuesta por ley como no podía ser de otra manera pues es artificial, no admite la discrepancia, ni la disidencia, pues se erige como la bandera de identidad a falta de otro tipo de reivindicaciones. De ahí, por ejemplo, que la ex ministra de Exteriores Fernández Laya circulase a embajadas y consulados españoles la obligación de reivindicar las políticas LGTBi del actual Gobierno como eje central de la imagen de España en el mundo y de sus activos en política interna y exterior.
Si se discrepa del papel político de los lobbies LGTBi, inmediatamente se es tachado de homófobo, discriminador, intolerante, etc. Cuando no se ha pretendido en absoluto juzgar a las personas concretas. Lo mismo ocurre con el discurso migratorio: exigir el control de fronteras y la legalidad de la situación de los extranjeros que vengan a España, te convierte en un racista xenófobo, siendo algo totalmente razonable y sensato. El control de la inmigración ilegal es incluso recomendado por la ONU.
En el fondo, esta nueva moral estatal pseudoética se disfraza de buenismo para poder alimentar la confrontación y el control social. El aparato legal y burocrático (en términos de Max Weber) que es el Estado, que debería ser neutro ideológicamente y ser subsidiario de la sociedad civil, acaba engullendo el protagonismo de los individuos y grupos sociales, suplantando una primacía que no le corresponde e imponiendo concepciones muy sesgadas, parciales y sumamente ideologizadas para que las sociedades libres acaben conformándose a lo que el Estado impone desde arriba.
Este dinamismo tan típico del neomarxismo imperante es el resorte que mueve el dirigismo que claramente evidencia el actual Gobierno al intentar superar la separación de poderes (legislativo-ejecutivo-judicial), alianzas electorales inaceptables a toda costa, copar la Administración Pública, los altos cargos de empresas estatales o semipúblicas, imponer sistemas educativos adoctrinadores, subvencionar para tener condicionados a los ciudadanos, promesas electorales populistas a lo Chávez, eliminar el diálogo social, evitar los informes institucionales previos a las grandes leyes, no responder a la oposición ni a la prensa ‘contraria’, absoluta falta de transparencia sin responder a los organismos de control etc., etc.
En definitiva, España se ha vuelto a resucitar deliberadamente una media España para confrontarla con la otra media, por dogmatismo y afán de resentimiento, en la clarísima estela de unas ideologías que pensábamos arrumbadas por su estrepitoso fracaso y el rastro de sangre, muerte e imposición totalitaria y violenta —no tan lejanas aún en la historia reciente—.
La celebración de los cincuenta años en el 2025 de libertad, de democracia, que como se explicó al principio es una conmemoración imaginaria y anacrónica, pues no llegó hasta tiempo después, es una muestra más de este remedo de propaganda agit-prop (así se llamaba el departamento soviético correspondiente: agitación y propaganda) que utiliza el neomarxismo gobernante en una nueva maniobra indigna y guerracivilista más propia de dictaduras chavistas que de democracias libres homologables en nuestro entorno occidental.