Sábado, 22 de marzo, 2025

Tras el fin del nazismo existe un miedo patológico entre las élites alemanas a todo lo que sea un cambio dinámico, enclaustrándose en una monotonía gris y predecible

Pablo Gea

Alemania tiene que resolver ahora el dilema de cómo integrar en su sistema democrático a las fuerzas políticas que juegan contra el ‘establishment’. No sólo hablamos de AfD,‘Alternativa para Alemania’, que ha quedado como segunda fuerza por delante de los socialdemócratas, de los verdes y de los liberales. Sino también de Die Linke, ‘La Izquierda’, que ha arrasado en Berlín y se perfila como la principal fuerza entre los jóvenes.

Tras la caída del Tercer Reich y la división entre las dos Alemanias, en la República Federal se impuso la lógica del ‘consenso entre las élites’, que pasaba por el reparto del poder entre socialistas y conservadores, con los liberales como muleta eterna. Esto se rompió con la irrupción de los verdes, que alteraron sólo levemente dicho reparto, desplazando poco a poco a los liberales como muleta. Lo que quedó claro, y más con el sucesivo desfile de cancilleres descafeinados, es que Alemania huía de los fuegos artificiales. Los movimientos revolucionarios y los líderes demagogos eran cosa del pasado. Así, la democracia alemana se ha convertido en un sistema gobernado por élites políticas acomodaticias que lo único que han hecho es seguidismo de las políticas impuestas por las élites globalistas en la Unión Europea.

Los presupuestos de dichas élites han pasado por hipotecar el futuro de los alemanes, destruyendo la explotación de sus fuentes de energía, cerrando las centrales nucleares y convirtiéndose en rehenes de los rusos. No sólo eso, sino que se han afanado en matar a la gallina de los huevos de oro, su sector automovilístico, cuyas empresas poco a poco van a abandonando un país poseído por el fanatismo climático, cerrando plantas y dejando en paro a los obreros. Pareciera que no hubiera escapatoria, a pesar de que cada vez más y más alemanes opten por partidos políticos outsiders, que quieren romper la baraja y que prestan oídos a problemas hasta ahora tabú, como la inmigración o la brecha generacional.

La sombra el Führer es larga, porque tras el fin del nazismo existe un miedo patológico entre las élites alemanas a todo lo que sea un cambio dinámico, enclaustrándose en una monotonía gris y predecible. El complejo es tan grande que toda modificación del satu quo es percibida como una vía indefectible hacia el despeñaperros. Reconocer que existe un grave problema de inmigración ilegal, de seguridad y del sostenimiento del sistema público hace que tiemblen las piernas y que los fantasmas del nazismo vuelvan. Lo que demuestra, en el fondo, una inmadurez política camuflada de una falsa estabilidad sistémica que, sin embargo, se muestra incapaz de adaptarse a las necesidades de los ciudadanos y de iniciar un debate serio y sin complejos.

Por eso, una coalición entre la CDU y el SPD lo único que provocará es que nada cambie y que las nuevas formaciones revolucionarias avancen posiciones y les arañen cada vez más votos. Ni Scholz fue capaz de cambiar nada ni Merz lo será tampoco. Porque son el sistema, representan el sistema, y su cometido es que el sistema permanezca invariable con las mínimas concesiones posibles.


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