La mejor terapia, el litio

«En política no aplicamos la necesidad de cuantificar el resultado final en términos de beneficio»
Manuel Carneiro Caneda
Hace años, cuando aún tenía jefes, tuve uno en particular especialmente peculiar. Entre otras cuestiones, estaba aquejado de bipolaridad (diagnosticada), con lo que combinaba etapas de decaimiento con otras de intensa euforia. A las que más temía, era a las segundas, sobre todo cuando venían acompañadas de una de sus ‘geniales ideas’. Y una de ellas, contada, como no, con una efervescencia muy alterada, la denominó el ‘concepto de costosidad’. Hacía referencia a que la actual contabilidad de la gestión empresarial necesitaba un ajuste, dado que nunca había definido lo que cuesta lograr algo, embebida siempre en las meras cifras sin valorar el esfuerzo impreso en el logro. Estos momentos de excesiva lucidez solían darse cuando algún jefe de los de más arriba le presionaba con los resultados.

Beneficio versus Rendimiento
Siendo él de origen ingenieril, traté de explicarle que el beneficio contemplaba la diferencia entre ingresos y gastos, y algo de ahí se podía aplicar a su hallazgo de la costosidad. Gracias a la administración de litio, sus ideas poco felices, acababan ajustándose, al final, a la realidad.
En política, ni tan siquiera aplicamos la necesidad de cuantificar el resultado final, en términos de beneficio, como para considerar la costosidad. Pero, a partir de dicho término inventado por mi original jefatura, podríamos acabar implantando otro concepto que no fuese tan empresarial, al que denominaríamos rendimiento. Es decir, considerar algún sistema de control de la actividad política que supusiese valorar el rendimiento de las decisiones tomadas, esto es, en cuánto y, sobre todo, a quién, finalmente, acaban afectando las iniciativas tomadas por nuestros políticos, yendo más allá del mero control de cuentas. El caso tan concreto y lacerante como el ocurrido en Valencia se nos volvería, bajo este prisma, incriminatoriamente lacerante: cuánto han costado las inoperancias de todo tipo, las previas a la riada, las acontecidas durante esta, y lo que comienza a resultar más preocupante, el coste que traerá consigo en términos de promesas incumplidas y soluciones ni arbitradas ni bien resueltas.
El primero de los rendimientos a solicitar, se entiende a los políticos, correspondería al alcance de sus decisiones. Visto lo visto, hartos estamos de que se atribuya a gestores públicos de origen político una especial habilidad como tales, derivada de su capacidad para ‘arrimar el ascua a su sardina’, olvidando que su función es la de salvaguardar y aumentar el beneficio común o público. Habitualmente tildamos de hábil político (o política, por supuesto) a quien, con tacticismos más o menos elaborados, es capaz de obtener rendimiento propio o para su propio partido. Es el triunfo de la táctica sobre el bien común, de la finta, en muchos casos con magros resultados y muy a corto plazo, sobre el resultado a largo.
El tiempo en política
«En política se patrimonializa, bien para el partido o bien para uno mismo, el supuesto logro obtenido»
Pero bien sabemos que prever el futuro no es cuestión sencilla, por supuesto que no. Para eso se inventó el control, dado que la teoría siempre exige, para su puesta en práctica, el necesario ajuste. Resulta curioso que cuando un político quiere obtener, tácticamente, la aprobación unánime de su gestión, en particular alguna en concreta, suele decir que «hemos hecho un esfuerzo de inversión de gran magnitud». Hombre, esfuerzos con el dinero ajeno los hace cualquiera. Este tipo de afirmaciones suele revelar que, en el fondo, cuando acceden a un puesto por motivaciones políticas, acaban considerando que lo que tengan que gestionar, en cierta parte, es suyo. Como decía aquel anuncio de crema rejuvenecedora, «porque yo lo valgo». Es lo que tiene acudir a la política con la idea de patrimonializar, bien para el partido o bien para uno mismo, el supuesto logro obtenido.
Abogamos, por tanto, por rescatar el litio de la costosidad aplicable a la gestión común de los profesionales de la política. De este modo, solicitamos que los presupuestos que se presenten detallen, al menos, dos cuestiones: por una parte, a quién, en cuantía, afectan las inversiones o pagos realizados y, sobre todo, que repercusión tendrán con posterioridad al ‘plazo político’ de los consabidos cuatros años.

«Es necesario aplicar los criterios de impacto que se están solicitando a las organizaciones y de los cuales, se ven exentos los políticos»
Una segunda iniciativa para el ejercicio del debido control, supondría nombrar a un supervisor de lo realizado proveniente de la oposición, nombrado por consenso y, a poder ser, con conocimientos en la materia; de no tenerlos, que esté ayudado por el funcionario de turno asignado. Estaría obligado a elaborar un ‘Informe de repercusiones’, es decir, a quién y en cuánto afectan las decisiones económicas tomadas. En román paladino, ‘pero esto, a quién y en cuánto beneficia’. Y ello, anualmente y con carácter rotativo, para evitar patrimonialismos.
En definitiva, lo propuesto no es más que aplicar los criterios de impacto que, en este momento, se están solicitando a las organizaciones y de los cuales, según parece, se ven exentos los políticos. Siguiendo con el anuncio de cosmética, será porque, en el fondo, «yo no lo valgo».