Del Cortijo al Escaño

«Del Cortijo al Escaño» llega a las librerías el 7 de noviembre.
Jose Antonio Funes escribe sobre su experiencia en el Parlamento andaluz.
Jose Antonio Funes es un hombre sosegado. Tranquilo. No alardea de sapiencia, algo que escase mucho, cada vez más, en la clase política. Pero él es un hombre de vasta cultura. De esas que un chaval de cortijo sólo podía conseguir en los años 60 y 70 de la mano de los curas en los seminarios. Y es que este ex parlamentario de Ciudadanos a punto estuvo de cantar misa. Lo que sí hace en este libro es cantar las cuarenta. Con elegancia, pero las canta. A esos líderes naranjas que por puro egoísmo, y a veces por falta de capacidad, impedían que el partido creciera de la mano de los más válidos.
Pero Funes es de esas personas de las que te puedes fiar cuando acuerdas algo. Por eso le tenían tanta estima entre sus adversarios políticos y entre sus aliados ocasionales. Prueba de ellos es que esté prologado por Susana Díaz, quien presidiera la Junta de Andalucía la última vez gracias a los votos de Ciudadanos. Un pacto que evitaba que el PSOE se apoyara en la extrema izquierda. Lo que no ocurre en España. Y el epílogo está firmado por Edmundo Bal, quien fuera portavoz de Ciudadanos en el Congreso.
La Iniciativa saca en primicia el adelanto de su noveno capítulo (de trece que contiene la obra), lleno de anécdotas simpáticas.

IX
Ámame
Jorge de Burgos, el monje bibliotecario ciego de El nombre de la Rosa, magnífica obra de Umberto Eco, odia la risa y persigue a quienes la procuran: «La risa es un viento diabólico que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos», le dice a Fray Guillermo de Basckerville —magistralmente representado por Sean Connery— cuando acude este último a la Abadía de Melk para investigar unas muertes.
Hoy, la risa escapa al dramatismo que dibuja la escena y no es más que mero atrezzo en el teatro de la vida. Sin embargo las cosas serias —y la política lo es— también pueden verterse en moldes de humor, porque el humor es una cosa muy seria, extraordinariamente seria.
En el binomio humor-política es inevitable recordar al expresidente Rajoy y sus circunloquios con los que ponía chispa a los acostumbrados y medidos discursos. Aquello de «es el vecino el que elige el alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde» es inigualable, o aquello de «los españoles son muy españoles y mucho españoles» y «la cerámica de Talavera no es cosa menor, dicho de otra manera es cosa mayor». Del mismo tenor es la exposición que Julio Diaz, parlamentario de Cs en la X Legislatura, hizo sobre el posicionamiento de mi grupo en torno al desbloqueo de las listas en una Mesa de trabajo para cambiar la Ley electoral: «Apostamos —dijo— por el desbloqueo parcial preferencial categórico opcional con preservación de los candidatos (números uno por cada circunscripción electoral) con existencia de un umbral mínimo sobre el total de votos del partido en la circunscripción para que pueda promocionar (ejemplo 5%)».
Si alguien se acercase a estas intervenciones descontextualizadas podría crear que está ante una interpretación de Ozores en alguna de las múltiples películas en que participó, aunque todas con el absurdo como hilo conductor.
El humor, género chico en la literatura, en el cine… está considerado con poca entidad para merecer una reflexión; una especie de anécdota que, pese tener lugar reservado solo en el campo lúdico, es esencial. Por eso quiero traerlo a este escenario.
A la razón le gusta más parapetarse en la ortodoxia, donde lo hierático tiene entidad, mientras que las pinceladas simpáticas son meros accidentes, pausas de un discurso serio.

El humor necesita ser reivindicado por sus efectos. Favorece las relaciones humanas, facilita puntos de encuentro, mejora la salud personal y el clima social. Es, podríamos decir, ecológico y sostenible. El humor como método es mucho más resolutivo que la conclusión a que nos conduce una operación matemática o un debate de expertos donde se corta el ambiente.
Nunca sabremos qué habría ocurrido en la guerra de Ucrania si nuestro recordado Gila hubiese tenido la oportunidad de intervenir en el Parlamento Europeo, o en un encuentro con Vladimir Putin.
La vida pública, tan crispada habitualmente, esconde momentos que despiertan sonrisas indisimuladas. Y debiéramos cultivarlos más, porque las risas abiertas, que no persiguen el desprestigio ni la burla, suponen una medicina fabulosa para lograr el equilibrio emocional y crear ambientes amables de trabajo.
Sin duda hemos olvidado gran parte de los debates que se producen en el Hospital de las Cinco Llagas, pero estoy absolutamente convencido de que quienes teníamos uso de razón en ese tiempo, recordamos la imagen y el sonido de un Parlamento Andaluz paralizado por un ataque colectivo de risa que se produjo en 1994 y dio la vuelta al mundo. Diego Valderas, presidente entonces de la Cámara, intentó sin éxito reconducir la votación en curso pidiendo «cilensio ceñorías, ceñorías cilensio», y tuvo que suspender el pleno durante cinco minutos. Aún hoy es imposible no mirar con cierta nostalgia un momento tan maravillosamente disruptivo. Quizá tengamos que aprender a reír, del mismo modo que acudimos a charlas de oratoria.
En los inicios de 2015, con la llegada al Parlamento de nuevas formaciones, se produjeron situaciones hilarantes por la inexperiencia. Nos llevó un tiempo aprender su jerga y protocolos. Recuerdo el mal rato de una compañera, Marta Escrivá, que en pleno, durante el desarrollo de unas votaciones, sufrió un súbito ‘apretón’ y por más aspavientos que hizo llamando la atención del personal de la cámara, no pudo salir hasta finalizar el proceso, cuando el ujier abrió la puertezuela. Salió disparada. Al inicio de las votaciones esta se cierra y nadie puede entrar ni salir de la zona reservada a los diputados.

También en estos años se han ido produciendo abandonos en los grupos. El desvincularse de la disciplina de partido acarrea prácticamente el ostracismo. Se deja al diputado solo con un teléfono, un portátil y sin espacio físico definido más allá de su escaño. Sus posibilidades de participar en las dinámicas de comisiones o plenos se reducen al máximo. La finalidad, dado que el acta corresponde a la persona, es dificultar su labor, desmotivando a quienes pudieran estar tentados de secundar los mismos pasos. De hecho, en la X legislatura se produjo por primera vez esta situación. Es el caso referido anteriormente de una parlamentaria de Cs, Carmen Prieto, que al quedarse sin despacho se fabricó un cartelito con el letrero de ‘oficina móvil’ y se plantaba en la biblioteca, o en un sofá del salón de los Pasos Perdidos o detrás de la presidenta cuando comparecía ante los medios.
Sobre la pertenencia del acta al diputado, al margen de la jurisprudencia que lo avala, me parece el último resquicio de libertad que le corresponde al sujeto individual. Si ya es difícil saltarse la disciplina de grupo, sería imposible si el acta correspondiese al partido. Y cuando hay desavenencias internas no siempre la mayoría es la que tiene la verdad de su parte. Es cierto también que uno es elegido bajo determinadas siglas y que si hubiese listas abiertas la propiedad individual del acta tendría mucha más consistencia.
Los grupos se defienden de esta tentación singular, dificultando la labor del diputado o diputada que diera el paso. No es difícil ante este escenario sentirse ninguneado y sospechar de todo. Así le ocurrió a la diputada por Málaga. En una ocasión la presidenta de la Junta, durante una intervención en pleno, se refirió a los 108 diputados de la Cámara. Como un resorte saltó Carmen: «Sr. Presidente, somos 109 y la Presidenta ha dicho 108». En ese instante Susana Díaz aclaró, «¡claro, la 109 soy yo!».
En otro momento, se queja la misma parlamentaria: «Presidente, mi voto no se ve reflejado en la pantalla». Socarronamente Juan Pablo Durán le respondió «Señoría tiene ud. que pulsar la botonera».
Hay risas a priori, que preceden a la narración. Personas que ríen sin haber terminado el chiste que cuentan. Hay risas a posteriori, que suceden al recordar una escena, muchas veces involuntarias e incómodas. Esta es de las segundas y viene precedida de una situación tensa. Cierto día esperaba en mi despacho del Parlamento una visita. Después de muchos años iba a reencontrarme con un amigo burgalés. Mientras hacía tiempo trabajaba en una propuesta en relación al coste que suponía el pienso para los ganaderos y cómo, en el caso de las vacas, no se estaba repercutiendo en la leche. Me iban a llamar los afectados para explicarme los detalles cuando me avisaron de la llegada de mi amigo, con su mujer e hija, que tenían un ligero sobrepeso. Bajé a recibirles y nada más saludarles me suena el teléfono. Era el propietario de una explotación ganadera. «Buenas, aquí estoy liado con las vacas», solté sin pensar. Al momento la mujer de mi amigo, como un resorte, giró bruscamente la cabeza y me dirigió una mirada desconcertada. Caí entonces en el equívoco producido por una expresión que nada tenía que ver con el encuentro, pero que generó un ruidoso silencio. Salí del paso como pude y al final nos reímos todos.

Los parlamentarios de Ciudadanos tuvimos que aprender a marchas aceleradas, ayudados también con un equipo que fue puliéndose con nosotros hasta convertirse al finalizar en un extraordinario staff. Aprendimos tanto que incluso contamos con un diputado que bien pudiera ser contratado por la RAE para un apéndice de su diccionario, ESPAÑOL-JULIO; JULIO-ESPAÑOL. Sergio se pasó toda la legislatura recogiendo los vocablos que el diputado onubense iba soltando cada vez con más frescura, hablando como si estuviese defendiendo su tesis doctoral.
No me resisto a enumerar algunas de las palabras que Sergio fue recogiendo de las intervenciones del señor Díaz: apostillar, asimetrías, atomizar, cubicado, diáspora, enconado, frontispicio, ignoto, mascullar, percutir, prevalente, querulante, tamizado. Son solo algunos ejemplos del abanico lexicográfico del que hacía gala. Nosotros siempre estábamos pendientes para ver cuándo soltaba la perla. Julio no seguía las sugerencias de José Luis Losa, el periodista que durante mucho tiempo nos ayudó a mejorar nuestras intervenciones públicas. «Tenéis que pensar —nos dice Losa— en que estáis hablando para vuestra abuela y es ella la que os debe entender». Julio no tiene abuela a la que dirigirse y por eso diserta como si leyera su tesis ante un auditorio especializado.
La convivencia del grupo durante gran parte de la legislatura fue bastante armónica. Parecíamos los primeros cristianos que teníamos la obligación de ‘ciudadanizar’ a la sociedad andaluza y creíamos ingenuamente en el proyecto. Al final, el clima se enrareció con indisimuladas sospechas recorriendo las estancias.
Tras cada pleno acostumbrábamos a irnos de cena, aprovechando para comentar el día y relajarnos con chistes y buen clima. Los repetíamos ¡era lo de menos! porque el «Quillo-Quillo» de Julio pasó del centenar, pero ¿qué importaba? Creíamos que estábamos construyendo un grupo sólido. Aunque terminó resquebrajándose a medida se acercaba el final. Ese equipo de nueve personas, que pasó luego a ocho, quiso hacer un trabajo serio y dejar buen sabor en su primera aventura andaluza.

Quizá, esa convivencia sana que cultivamos durante la mayor parte de la legislatura, ayudó también al gran salto que se produjo en los comicios siguientes. Pasar de nueve diputados a ser gobierno en la comunidad, con veintiún parlamentarios, es un logro de enorme magnitud que no hubiese sido posible solo con el prestigio de los primeros Albert e Inés, sin contar con el buen hacer de este primitivo grupo. Después muchos han llegado a mesa y mantel y nada sería igual. Las segundas partes nunca ofrecen la frescura y autenticidad de las primeras.
Un momento especialmente simpático y que provocó carcajadas me ocurrió en pleno. Recibí una desesperada declaración de amor. Mi secretaria, Ana, que solía referirse a mí como el diputado feliz, me mandó un whatsapp que transcribo con mi respuesta.
Ana: Ámame
Perdón
Llámame.
Respuesta: Te amo
Perdón
Te llamo.
Los duendecillos de las redes me dejaron esta anécdota impagable y a Ana intensamente roja.