Domingo, 27 de abril, 2025

«Elon Musk constituye uno de los más recientes avatares del hombre fáustico»

Javier Gálvez Guasp

Señala el economista y sociólogo alemán Werner Sombart (1863-1941), padre de la denominada “joven escuela histórica” que el mundo moderno y, sobre todo, el moderno capitalismo, serían en buena medida consecuencia de la aparición de un nuevo tipo humano, fundamentalmente desconocido en la Edad Media, que responde a una innegable pulsión fáustica.

Como es sabido, el mito fáustico, algunos de cuyos eslabones fundamentales aparecen representados por La trágica historia del doctor Fausto,del dramaturgo isabelino Christopher Marlowe (1564-1593), el Fausto de Goethe (1.749-1-832) o el Doktor Faustus de Thomas Mann (1875-1955), refleja la historia de un hombre que vende su alma al diablo para conseguir poder y conocimiento, en el caso de Marlowe, conocimiento y placeres mundanos ilimitados, en el caso de Goethe, o el poder de una anonadante creación artística, en el caso de Thomas Mann.

En el ejemplo del compositor Leverkühn, protagonista de la novela de Mann, el desarrollo de su arte hasta las últimas consecuencias culmina en una fatídica muerte anunciada, paralela a una sociedad alemana que se encamina, a través del nazismo, hacia su catastrófico destino final.

En los dramas de Goethe y Marlowe, Fausto representa una metáfora del hombre que elige lo material frente a lo espiritual, por lo que pierde su alma. Pero mientras que el Fausto de Goethe burla a Mefistófeles y queda redimido por el amor, el personaje de Marlowe muere deseando convertirse un animal, porque así puede, simplemente, “dejar de existir”.

Para Sombart, sin embargo, es el hombre fáustico, el cual no se encuentra ya constreñido por los límites ni dogmas tradicionales y cuya característica definitoria será la sed infinita de conocimientos, de dominio o riquezas, el que caracteriza el mundo moderno, donde capitalismo y tecnología no pueden sino darse la mano.

A este nuevo tipo humano, surgido a partir del Renacimiento, pertenecen los exploradores de la época de los grandes descubrimientos, como Colón, Magallanes o Elcano, que no admiten los límites geográficos establecidos hasta entonces, los más insignes pintores del Renacimiento, como Leonardo da Vinci o Durero, que arrebatan a la divinidad el poder de la creación, o los padres de la ciencia moderna, desde Copérnico y Galileo hasta Newton, que revelan las leyes de la Naturaleza.

Ni las retractaciones impuestas (en el caso de Galileo) ni las hogueras de la Inquisición (en el caso de Giordano Bruno) impedirán el paso triunfal del nuevo hombre fáustico, que dejará reducido a cenizas el antiguo orden medieval, representado por las grandes catedrales, la Suma Teológica de Santo Tomás o la Divina Comedia de Dante Allighieri.

El nuevo hombre fáustico, en cualquiera de sus campos de actuación —que por supuesto incluye también la política, como muestra el Príncipe de Maquiavelo— tiene en común la absolutización de la praxis como actuación productiva, frente a la actitud contemplativa —más intelectual— del hombre medieval, al tiempo que se enorgullece por haber sustituido a los dioses en su poder creador, alternando así de la teoría a la actividad demiúrgica y, en definitiva, creándose a sí mismo como un hombre nuevo, dotado de un criterio y de unos intereses individuales.    

A su vez, dicha transformación aparece propiciada por la existencia de un espíritu nuevo, de orden terrenal y mundano, dotado de una extraordinaria energía para la destrucción de los antiguos vínculos y los viejos valores.

Con su insaciable sed de conocimiento, su rechazo a los límites físicos o espirituales y su irrefrenable tendencia a “apoderarse” del mundo, dicha pulsión aparece ya prefigurada en el siguiente pasaje del Pimander, de Giordano Bruno, del que posteriormente se harán eco dos de los más famosos humanistas italianos del Renacimiento, Pico della Mirandola en su Discurso de la dignidad del hombre (1486) y Marsilio Ficino en De vita libri tres (1489):

“Convéncete que nada hay imposible para ti, piensa que eres inmortal y que estás en condiciones de comprenderlo todo, todas las artes, todas las ciencias, la naturaleza de todo ser viviente. Asciende hasta situarte por encima de la más alta cumbre, desciende por debajo de la profundidad más abisal. Experimenta en tu interior todas las sensaciones de aquello que ha sido creado, del fuego y del agua, de lo húmedo y lo seco, imaginando que estás en todas partes, sobre la tierra, en el cielo…”.

Elon Musk, cuyo poder se extiende desde una de las principales redes de comunicación (X) hasta la industria de la automoción del futuro (Tesla), pasando por la exploración espacial (SpaceX), la colonización de Marte o el ejercicio, entre bastidores, del poder en la nación más poderosa del mundo, constituye uno de los más recientes avatares del hombre fáustico.

Sin perjuicio de que recomendaría antes la lectura de la biografía de Benjamin Franklin, de Walter Isaacson, que la que el mismo autor dedica a Elon Musk, se desprende de ella —a veces entre líneas y en otras ocasiones de una manera más explícita— que Elon Musk está en posesión de la mayor parte de los rasgos característicos del hombre fáustico: no se encuentra constreñido por los límites ni los dogmas tradicionales (en este caso, los que han definido, en el último siglo, a las democracias liberales) y demuestra una sed infinita de dominio, conocimiento y riqueza.

Si la falta de acatamiento de los límites geográficos le acerca a los exploradores renacentistas, utiliza la ciencia como una nueva forma de legitimidad política y corrige al Génesis, entregando al hombre, no solo la Tierra sino, para empezar, también Marte.

Su actividad demiúrgica no conoce límites, no solo la eficacia científica se impone a cualquier veleidad intelectual (de ahí su inquina hacia lo que Europa representa) sino que asimila sus intereses individuales a los de la humanidad en su conjunto.

Elon Musk pretende dejar reducido a cenizas, también, el viejo orden político, cuya arquitectura eran las grandes alianzas transatlánticas y cuya Summa Teológica, al menos para quien escribe estas líneas, aparece ejemplificada por la Sociedad Abierta y sus enemigos,de Karl Popper, de la misma forma que su expresión artística podría cifrarse en el mejor cine de Hollywood.   

Todo esto, sin embargo, quedará reducido a cenizas: ni en el formato de los mensajes de “X” ni a bordo de las naves de SpaceX, ni de los vehículos Tesla, ni en el celo purificador de DOGE, ni en la nueva Casa Blanca, en la que Elon Musk se pasea ya en mangas de camina, hay sitio para el viejo orden.

En el remoto caso de que Elon Musk fuera mortal, lo cual siempre conviene dudar, ¿qué tipo de cuentas tendrá que saldar? ¿Ante la historia? ¿Ante Mefistófeles? ¿Ante un mundo donde la democracia liberal habrá sido sustituida por el cesarismo plebiscitario, por definición autoritario y oscurantista?

Pero, al igual que, en el Renacimiento, la respuesta estaba en la imprenta, en las nuevas armas de fuego y una versión mejorada del astrolabio, la respuesta está ahora en Marte, los automóviles sin conductor y —tal vez— la capacidad de Europa para profundizar en sus propias raíces y unirse.


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