Lunes, 17 de febrero, 2025

Empresas, guerras y construcción de paz

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La Iniciativa

«Empresas, guerras y construcción de paz» llega a las librerías el 24 de octubre.

La Iniciativa

Fernando Navarro García, presidente de Innovaética, estuvo en el tramo final de la guerra civil de Angola coordinando un proyecto internacional de cooperación y ayuda humanitaria. A raíz de aquella experiencia propuso la implementación de un código ético de obligado cumplimiento para todos los trabajadores humanitarios de su organización. Entre otros aspectos, el código deontológico prohibía expresamente el abuso de poder, el consumo de drogas o participar en cualquier fórmula de abuso o explotación sexual; malas prácticas que por desgracia suceden muy habitualmente en contextos afectados por graves crisis humanitarias.

Este autor valenciano, afincado en Madrid, ha publicado varios libros sobre historia contemporánea y totalitarismos, y sobre Responsabilidad Social Corporativa y sostenibilidad (algunos publicados por ESIC). En esta ocasión analiza el papel de las empresas en los procesos de construcción de paz en zonas afectadas por un conflicto armado.

La Iniciativa saca en primicia un extracto de su primer capítulo.

I

LA TRANSFORMACIÓN DE LA GUERRA MODERNA

1. Concepciones de la guerra desde la filosofía política, la ética y el derecho: Desde la antigüedad hasta siglo XX

La guerra siempre ha sido un infierno creado por los hombres y la idea del ‘salvaje pacífico’ no corrompido por la maligna influencia de la civilización es un mito que no se sostiene (Pinker, 2005: 40-42), muy especialmente tras las investigaciones antropológicas, biológicas e históricas que aún siguen manteniendo autores como Napoleón Chagnon (1988), Richard Keeley (1996), Jared Diamond (1997), Martin Daly y Margo Wilson (1988), Richard Wrangham (1996), Michael Ghiglieri (2005) o el propio Pinker (2018).

«Ningún hombre carece de razón hasta el punto de preferir la guerra a la paz». Raymond Aron tenía tal aprecio a esta frase de Heródoto —un historiador muy presente en su ensayo Paz y guerra entre las naciones— que había mandado grabarla en su espada de académico (Raynaud y Rials, 2001: 337). Sin embargo, la realidad histórica demuestra que Heródoto no anduvo muy acertado con esa afirmación pues la guerra ha sido una realidad constante en la historia de la humanidad. Creemos, sin embargo, que la frase de Heródoto debe ser entendida no tanto como una realidad sino como una aspiración normativa, algo que —como veremos— tardó en positivarse más de dos mil años y cuyo ‘corpus’ aún está en construcción.

Históricamente la guerra ha recibido más atención que la paz y Hegel llegó a considerar la guerra como «un aspecto esencial de la historia de la humanidad» y hasta positiva en relación con un largo periodo de paz: «En épocas de paz se extienden los límites de la vida civil y a la larga esto tiene como consecuencia que los hombres se hundan en el vicio. Sus particularidades se vuelven cada vez más sólidas y osificadas» (Hegel, 1999: 478). El internacionalista polaco Edmund Jan Osmañczyk estima que en los últimos 5.500 años ha habido 14.513 guerras que han costado 1.240 millones de vidas y en esos cinco milenios y medio solo hemos tenido 292 años de paz (Valencia, 2003: 196-96). Vemos, por lo tanto, que la guerra ha sido una constante en la historia de la humanidad y aunque nunca ha podido ser evitada, siempre se ha intentado acotar, mediante dos procedimientos específicos:

  • la limitación de los medios y métodos de combate, que cristalizará en el llamado ‘Derecho de La Haya’ o ‘derecho de la guerra’.
  • la protección de las víctimas, que dará lugar a finales del siglo XIX al ‘Derecho de Ginebra’ o derecho internacional humanitario.

Sabemos que el derecho internacional de los derechos humanos es aplicable y exigible siempre y en todo lugar, con independencia de que exista o no un conflicto armado. Pero este imperativo universalizable no siempre ha sido tan claro, como vamos a ver al repasar brevemente la evolución histórica de lo que denominaremos la ‘gestión de la guerra’ desde la filosofía política, la ética y el derecho.

En la Antigüedad las normas aplicables en situación de guerra eran establecidas consuetudinariamente por los Estados o grupos beligerantes quienes más tarde codificaban aquellas prácticas en códigos de conducta o tratados. El código caballeresco imperante en la Edad Media —dos de cuyos exponentes básicos son la Tregua de Dios de Puy del año 990 (renovada en Toulouse en 1027) y el tratado Elogio de la Nueva Milicia Templaria de San Bernardo de Claraval— establecía unas reglas de comportamiento en combate mucho más ‘humanitarias’ de lo que a menudo prejuzga la cultura popular. El hecho de que los ejércitos fueran profesionales suponía que el conflicto no afectaba directamente a la población civil, pero, además, el vencido era tratado como caballero (la suerte de los infantes era muy distinta) y no se le humillaba ni sometía a esclavitud, pudiendo el prisionero comprar su libertad. Por todo ello, las bajas entre la población civil en las guerras medievales eran mínimas a diferencia de lo que sucede en las guerras modernas, muy especialmente tras las levas forzosas de soldados entre la población civil en la época napoleónica.

La Iniciativa

Es precisamente a mediados del siglo XIX cuando se realiza el esfuerzo más riguroso por regular la conducta en combate, con ejemplos como el Código Lieber durante la Guerra de Secesión norteamericana y las primeras Convenciones de Ginebra, promovidas por el empresario suizo y fundador de la Cruz Roja Henry Dunat, a raíz de haber sido testigo directo del sufrimiento de los heridos tras la batalla de Solferino (1859). Se estima que la ratio porcentual de víctimas civiles y militares en los conflictos de la era napoleónica es de 10-90%, mientras que en los conflictos contemporáneos (posteriores a la Segunda Guerra Mundial) dicho porcentaje se ha invertido, representando las víctimas civiles el 90 o el 95% y las militares un 10 o 5% del total de las víctimas.

El problema de la justificación de la guerra ya fue abordado en la Antigüedad clásica por autores como Sócrates, Platón o Aristóteles. En las Leyes, Platóndesarrolla la idea de que por naturaleza todas las ciudades estén en estado de guerra entre ellas y la hace extensible a que todo hombre sea para todo hombre un enemigo y que incluso en la vida privada cada uno, tomado individualmente, sea un enemigo para sí mismo. Por esta razón la República preconizada por Platón recomendara la cohesión interna de las polis, situando a sus ciudades lejos del mar y no fomentando los viajes ni los contactos con el extranjero, reservados estos a los embajadores y a los filósofos.

Para Aristóteles(Política, VII, 2 y 3 y, sobre todo, VII, 14, 1333 a 1335) la guerra solo sería un medio para conseguir la paz, del mismo modo que el trabajo lo es para conseguir el ocio y el pensamiento se dirige a la acción. Los ciudadanos de las polis podían llegar a vivir en armonía y amistad (philía), aunque ello no debía ser óbice para que estuviesen preparados y educados para la guerra. Sin embargo, esta jerarquía aristotélica ha sido históricamente muy cuestionada desde Heráclito —que consideraba a ‘Pólemo’, padre de todas las cosas»— hasta Foucault, quienes con su descarnado realismo afirmaron la primacía del conflicto sobre la armonía y del desorden sobre el orden.

En esta línea de justificación o explicación de la guerra encontramos la dialéctica hegeliana, la guerra de los dioses weberiana, pasando por la lucha por la vida del darwinismo social, la lucha de clases marxista, la voluntad de poder nietzscheana o la dialéctica ‘amigo-enemigo’ de Carl Schmitt, entre muchas otras que han fundamentado ontológicamente la primacía e inevitabilidad de la guerra.

Sin embargo, la doctrina más elaborada acerca de los límites de la ‘Guerra Justa’ se debe al padre Francisco de Vitoria quien, retomando los planteamientos de Santo Tomas de Aquino, es un precursor de la defensa de los derechos humanos de los pueblos conquistados. En su obra más conocida, De los indios o del derecho de guerra de los españoles sobre los bárbaros, sostiene que las exigencias que brotan del ser del hombre suponen limitaciones y condicionamientos al uso defensivo de la fuerza (VVAA, 1994: 32). Dentro de la misma Escuela de Salamanca podemos destacar a Melchor Cano, cuya tesis principal es que no es lícito realizar una guerra para ampliar el propio Estado o por utilidad del príncipe.

La escolástica española, a diferencia de otros autores como Grocio (De iure belli ac pacis), se preocupa no solo de la licitud de la guerra, como de establecer límites en sus medios, lo que en el siglo XVI supone una anticipación de cuatro siglos a lo que más tarde conoceremos como ‘Derecho de La Haya’ o ‘derecho de la Guerra’. Incluso alguien tan proclive a la expansión del imperio español como Juan Ginés de Sepúlveda llegó a establecer límites a la guerra justa y en su obra Demócrates Segundo. Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios (1547) llega a afirmar, en boca de Demócrates, que «la guerra justa no sólo exige justas causas para emprenderse, sino legítima autoridad y recto ánimo en quien la haga, y recta manera de hacerla. Porque no es lícito a cualquiera emprender la guerra, fuera del caso en que se trate de rechazar una injuria dentro de los límites de la moderada defensa, lo cual es lícito a todos por derecho natural, […] todas las leyes y todos los derechos permiten a cualquiera defenderse y repeler la fuerza con la fuerza. Pero el declarar la guerra, propiamente dicha, ya la haga por sí, ya por medio de sus capitanes, no es lícito sino al príncipe o a quien tenga la suprema autoridad en la república».

La ‘Controversia de Valladolid’ (agosto y septiembre de 1550), esto es, el debate teológico y político entre Sepúlveda y Bartolomé de las Casas acerca del derecho de conquista de España en Las Indias refleja perfectamente la tensión existente entre la necesidad secular de ampliar el Imperio y la obligación religiosa de hacerlo humanitariamente, lo que en el siglo XVI significaba hacerlo ‘cristianamente’ (Muñoz Machado, 2012: 428-470). Observamos pues que estos autores de pensamiento escolástico coinciden en identificar al menos tres límites a la guerra justa:

  • la justa causa (iusta causa)
  • la declaración formal por la autoridad (auctoritas principis)
  • la recta intención (intentio recta)

Fray Domingo de Soto se pronuncia con igual rotundidad en su obra De la Justicia y el Derecho (De Soto, 1968: 430).

Ya en el siglo XVIII es Rousseau quien centra el discurso no tanto en el conflicto entre personas (conflicto biológico o social) sino entre Estados: «la guerra no es una relación de hombre a hombre sino de Estado a Estado» (Contrato Social, I, cap. 4). La causa originaria de la guerra subyace, de este modo, en la misma existencia de los Estados-nación […].


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