Domingo, 27 de abril, 2025
La Iniciativa

«El nacionalismo acabaría conduciendo a la Primera Guerra Mundial, y Oriente Medio hizo patente que los europeos no habían aprendido nada»

Javier Gálvez Guasp

Existen pocos acontecimientos históricos que hayan marcado de forma tan negativa y persistente el curso de los últimos cien años como las consecuencias del Tratado de Versalles (1919), por el cual se puso fin a la Primera Guerra Mundial.

La Iniciativa. El laberinto de Oriente Medio.
Firma del Tratado de Versalles,1919.

No solo la Revolución rusa de 1917 constituye una herencia directa de dicha contienda suicida, donde la civilización occidental y europea parecieron empeñadas en liquidarse a sí mismas, sino que la obsesión de las potencias vencedoras por humillar y empobrecer a Alemania sentó las bases de la inestabilidad social y económica que acabaría propiciando el ascenso del nacionalsocialismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Pero si el nacionalismo y el imperialismo serían las dos claves que acabaron conduciendo a la guerra, fue Oriente Medio donde se hizo patente que los europeos no habían aprendido nada y que volverían a caer en los mismos errores.

Al igual que en el caso del Imperio Austrohúngaro —otra víctima de la Gran Guerra, cuya desmembración desataría una bacanal de odios interétnicos y nacionalismos beligerantes cuyas consecuencias aun se perciben en nuestros días— la inestabilidad crónica y aparentemente insoluble de Oriente Medio puede hacerse remontar al deseo de los vencedores de repartirse a toda costa los despojos del derrotado Imperio otomano.

Si bien el llamado ‘principio de las nacionalidades’ tuvo algo que decir en el acta de defunción del Imperio Austro-húngaro, fueron la avaricia y la necesidad de redondear sus respectivos espacios coloniales por parte de Francia e Inglaterra quienes sellaron la suerte de los pueblos que hoy conocemos bajo los nombres de Irak, Siria, Líbano, Palestina y Jordania.

No hace falta volver a ver ese clásico del cine que representa Lawrence de Arabia (1962) —donde la maestría de David Lean se las arregla para combinar la alta política internacional con una imagen lírica y pastoral de los árabes— para recordar que la rebelión árabe contra los turcos acabaría siendo traicionada en el curso de las negociaciones e intrigas que precedieron al Tratado de Versalles.

«Trazadas con escuadra y cartabón, las fronteras de Irak, Siria, Líbano, Jordania y Palestina, respondieron a las necesidades estratégicas de Inglaterra y Francia»

Nada quedaría de la promesa realizada por los ingleses —cuando necesitaban desesperadamente el auxilio del rey del Hijaz, Hussein bin Alí, y de su hijo, el futuro rey Faysal de Iraq— por la cual el final de la guerra vería el surgimiento de una verdadera nación árabe, la cual abarcaría desde Damasco y Beirut hasta Bagdad y Basora, incluyendo La Meca y Medina.

Trazadas con escuadra y cartabón, las fronteras de Irak, Siria, Líbano, Jordania y Palestina no respondieron sino a las necesidades estratégicas de los imperios coloniales inglés y francés, que no tuvieron en cuenta la inexistencia de ninguna aspiración nacional en sus poblaciones, sino solo la mejor forma de acomodar los intereses occidentales.

La Iniciativa. El laberinto de Oriente Medio.

En éste, como en muchos otros casos —África e Indonesia me vienen ahora a la memoria— la idea europea de la nación, o del estado-nación, fue impuesta a realidades sociales y culturales por completo ajenas a la tradición política europea, cuando no abiertamente incompatibles con ella.

La llamada occidentalización vino acompañada de espurios intereses en los que la democracia y el respeto a los derechos humanos resultaban siempre menos importantes que la integración del petróleo de Irak (también de Irán), la seda del Líbano o los cereales de Siria en el circuito económico mundial, donde por descontado Oriente Medio estaba destinado a ser para siempre consumidor de productos manufacturados occidentales.

Dejando al margen Palestina, que requeriría capítulo aparte, el origen de la futura Jordania, entonces llamada Transjordania, se debió a la consideración por parte del nuevo poder colonial —Inglaterra— de que resultaba útil mantener a raya las regiones tribales asentadas al oeste del río Jordán, ofreciendo dicha tarea al segundo hijo de Hussein bin Ali, Abdallah, iniciador de la actual dinastía hachemita.

En Irak, donde los ingleses entronizaron al hermano menor de Abdallah, Faysal —después de haber sido humillantemente expulsado por los franceses de Damasco— se impondría la difícil convivencia dentro de un mismo estado a chiitas, sunníes y kurdos.

Condenado a una inestabilidad crónica, Irak no solo no podía considerarse, tras el final del gobierno otomano, una comunidad política, sino que suponía uno de los territorios más heterogéneos del mundo, tanto desde el punto de vista geográfico como étnico y religioso. Sin embargo, la necesidad de controlar de petróleo iraquí tuvo, como en muchos otros casos, la última palabra.

Pero son las ‘compensaciones’ obtenidas por Francia, es decir, Siria y Líbano, donde mejor puede constatarse la relación entre los equilibrios coloniales y la inestabilidad posterior.

Para los círculos colonialistas, Francia nunca llegaría a ser una verdadera potencia mediterránea hasta que no incrementara su presencia en el Norte de África con otra en Levante, rivalizando así con los británicos.

En lugar de propiciar la formación de cuadros administrativos e instituciones que preparasen el dominio de Siria para la plena independencia, Francia auspició las condiciones necesarias para prolongar lo más posible su presencia colonial. Y lo logró promoviendo la mayor disgregación religiosa, étnica y regional posible, es decir, aplicando la política del ‘divide y vencerás’.

Para evitar la formación de una futura identidad siria, se crearon los estados de Damasco y Alepo como entidades independientes, de las que serían posteriormente desgajados un estado alauita en la costa mediterránea, y un estado druso en el sur, el denominado Jabal druso.

Por si fuera poco, en 1939 se cedió toda la región de Alexandretta, donde se encuentra la ciudad Antioquía, al nuevo estado de Turquía, anexión que nunca sería aceptada por los sirios.

En cuanto al Líbano, también artificialmente desgajado de Siria, el objetivo de la diplomacia francesa fue el de salvaguardar a la comunidad cristiana maronita, asegurándose que no sería absorbida en un estado sirio de mayoría musulmana.

Posteriormente —y casi hasta nuestros días— la estructura del poder en el Líbano seguiría estrictas líneas de demarcación étnica y religiosa, petrificando un equilibrio entre las distintas facciones que se correspondería cada vez menos con su peso demográfico real, dado el mayor crecimiento de la comunidad chiita y, en general, de los musulmanes, sobre los cristianos ortodoxos y maronitas.

La Iniciativa. El laberinto de Oriente Medio.
Creación del estado de Israel, en 1948.

La consecuencia de lo anterior fue que, de las tres posibles tendencias que pugnaban por llenar el vacío dejado tras la desaparición del Imperio otomano, el nacionalismo regional del egipcio Taha Hussein (1889-1973) —el llamado decano de las letras árabes—, el panarabismo secular del iraquí Sati al Husri(1880-1968) o la vuelta a las raíces islámicas del activista druso Amir Shakib Arslan (1868-1946), que preconizaba el abierto rechazo hacia los valores occidentales. Solo esta última corriente lograría imponerse entre las masas.

El identitarismo religioso de Arslanganó la partida al identitarismo cultural y lingüístico de al Husri y también al patriotismo local de Taha Hussein si bien tanto Kemal Atatürk como el rey Ibn Saud, una de las figuras más fascinantes y menos conocidas del siglo XX, son considerados —junto con Sukarno, en Indonesia— como arquetípicos constructores de naciones. 

La creación del estado de Israel, en 1948, no haría sino ofrecer una causa común a esta última tendencia, representada por el identitarismo religioso y por el rechazo hacia los valores occidentales.   


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