¿NECESITA ESPAÑA UN AUTÉNTICO PARTIDO DE LOS TRABAJADORES?

Todos dicen que les defienden, pero a la hora de la verdad los fríen a impuestos y les someten a la imposición del Estado y de las grandes empresas, que son uno y lo mismo.
Pablo Gea – La Iniciativa
Posiblemente no exista un año menos apropiado que este para que los partidos políticos españoles traten de apropiarse del 1 de mayo. La crisis económica que se sufre se halla ahora mismo en estado creciente. La precarización del trabajo, el exilio de los jóvenes, la ruina de los autónomos y la quiebra de la clase media. Todo ello obra no sólo del Covid, sino de la nefasta gestión de la clase política española, de todas las ideologías y de todos los órdenes. Y esto no es una crítica facilona desde la cómoda atalaya de observador externo. Se trata de la fría constatación de unos hechos desagradables. Unos hechos que también son ‘reales’, en el sentido de que no pueden escabullirse entre el maremágnum de cifras que puedan ponerse encima de la mesa para sustentar un discurso. Cada cual utiliza las que le interesan y las interpreta como quiere.

Efectivamente, no vengo hoy a hablar de cifras, sino de lo que se puede ver, de lo que se puede tocar. Lejos de los despachos, de las carpetas, de los archivos o incluso de los vídeos de YouTube. Fuera de los discursos maniqueos de los medios y del mensaje simplificado de los grupos de presión. Detrás de todo esto late el corazón de un pueblo y de una sociedad que lo está pasando realmente mal y que no se siente representada por sus gobernantes. Votan, porque hay que votar. Eligen, porque hay que elegir. Pero en su fuero interno saben que es más de lo mismo y que, salga quien salga, su vida cotidiana no se va a ver sustancialmente modificada. Y no digamos ya, mejorada. No es desafección hacia el sistema democrático. De hecho, los ciudadanos quieren confiar, están deseando hacerlo. Pero la nefasta calidad de la oferta les impide hacerlo con la sinceridad que ellos querrían.
Sucede esto porque la cultura política española no ha conseguido superar lo que constituye su pecado original: la distancia atroz entre los políticos y el pueblo. Distancia que existe a causa del desprecio endémico que el representante político alberga por el hombre común. El de la calle. Al que considera iletrado e inculto, entregado a la satisfacción de sus necesidades más básicas e incapaz de pensar en cuestiones más elevadas. El resultado es que cuando estos políticos llegan a posiciones de poder legislan a su conveniencia y con una absoluta ignorancia respecto a los intereses de quienes les han puesto ahí. Por eso da igual que gobierne la derecha o la izquierda, los partidos antiguos o los nuevos. La consecuencia es la misma para todos los votantes, hayan sido más o menos seducidos por una propaganda diseñada por fríos asesores de márketing.

Son décadas y décadas, generaciones y generaciones. El problema es el mismo y la solución está clara. Pero, al fin y al cabo, existe una red tan compleja de intereses tan concienzudamente tejida y una cantidad tal de estómagos agradecidos que sostienen a los advenedizos y los corruptos en sus sillones que es muy difícil ejecutar esta solución. Aunque no imposible. Dicha solución no responde a alternativas quiméricas y fantasiosas que, aunque biensonantes o bienintencionadas, no son más que un triste engaño. Un espejismo que alimenta la fantasía de los auténticos indignados pero que, por el contrario, malgasta sus energías en campañas e iniciativas inútiles. Incapaces de articular un cuerpo colectivo y a la vez individual que impulse un cambio duradero, perdurable y, por qué no, ejemplarizante.
La lectura la hicimos los españoles hace mucho tiempo. Sabemos que la derecha, oligárquica y moralista, no es más que un sepulcro blanqueado que predica las virtudes morales a la vez que se enriquece a costa de personas de las que piensa que están donde deben estar. Su receta para la libertad económica se basa en el pensamiento criminal de que el pobre no es próspero porque es vago y prefiere vivir del Estado. Por eso recorta las ayudas sociales cada vez que accede al poder, y vende las bajadas de impuestos como la píldora mágica que ayudará a los empresarios a contratar a los trabajadores en condiciones favorables. Para el empresario, no para el trabajador.
Sabemos igualmente que la izquierda, totalitaria y sectaria, traviste su odio hacia la prosperidad con el disfraz de la defensa de los más débiles, cuando en realidad les arrebata la posibilidad de pensar por sí mismos proscribiendo el mérito y la capacidad. Su desdén hacia el trabajador manual se ha traducido en la búsqueda del empoderamiento de colectivos minoritarios cuyos intereses les da lo mismo, pero de cuya agitación se sirve para ganar votos. Ello en pos de un nuevo puritanismo que se vende como progresismo pero que destruye la libertad individual. Por eso compra a su gente con dinero público y subvenciones a la vez que se asegura de mantenerlos eternamente en la miseria y en la ignorancia.

Por tanto, si no se es de derechas porque la derecha es conservadora y elitista, y no se es tampoco de izquierdas porque la izquierda es colectivista y anti-libertaria, ¿qué opciones quedan? Y, lo que es más importante, si está claro que ni a los trabajadores, ni a los autónomos, ni a la clase media la defiende ni la representa ningún partido, ¿deben quienes son la mayoría de la población del país seguir confiando en sus verdugos? Todos dicen que les defienden, pero a la hora de la verdad los fríen a impuestos y les someten a la imposición del Estado y de las grandes empresas, que son uno y lo mismo.
Tanto si se quiere aceptar como si no, la solución sólo llegará con la creación de un partido auténticamente interclasista, que valore a las personas en función de quiénes son, y no de ‘lo que’ son. Es decir, por su personalidad individual, su mérito, su capacidad y su esfuerzo; siendo indiferente el género, la escala social, la procedencia, el grupo profesional o la religión a la que se adscriban. Que se preocupe por poner en práctica políticas concretas dirigidas a mejorar la realidad cotidiana de quienes hacen que el país siga hacia adelante sin detenerse, con programas sociales generosos y una carga fiscal selectiva, que presione sobre los que más tienen pero que renuncie a su carácter confiscatorio. Que no distinga entre ‘buenos’ y ‘malos’ ni recurra a la suicida criminalización mutua entre el trabajador y el empresario. Pero, por encima de todo, que esté en la calle, con su gente, que no desprecie a sus representados y sea uno con ellos, asegurándose de traducir sus demandas en políticas prácticas, posibles y viables. Sin demagogia y sin mentiras. Sólo así estarán los políticos en posición moral para ponerse al lado de los trabajadores el 1 de mayo.
Pablo,un profundo analisis en el que defines exactamente cómo actúan las politicas de derechas y la de izquierdas.Por ello intentas apuntar una línea intermedia de actuación mediante la creación de un partido interclasista.Eso es acudir a la ausencia de pasión y clasicismo ideológico que siempre ha predominado en el ciudadano sobre,la mesura,la cordura y el reconocimiento de que ni son totalmente buenos los pronunciamientos de una y otra tendencia politica.
Fijate que se habla de crear un partido de jubilados,se habla de un partido de autonomos,etc.etc.para resolver problemas de dichos colectivos,arrimando las ascuas a sus sardonas.Es dar palos de ciego.
Creo que la mejora de nuestra convivencia-aparte de olvidar los años treinta y el franquismo-pasa por lo que hemos tenido hasta ahora ,es decir,la alternancia en el poder.Unos tiran de la manta para un lado y otros ,después,tiran para el otro y al final,la cosa queda más o menos en medio.
Un abrazo
Así es, amigo Francisco. En esencia, cualquier política identitaria es necesariamente limitadora, por cuanto se reduce a la defensa exclusivista de un colectivo frente a los demás o por encima de los demás. Que existan grupos de presión e incluso partidos que sigan esa senda es, no obstante, natural. Se esté de acuerdo con ello o no. Lo que es indudable es que, si se quieren generar alternativas mayoritarias que aspiren a representar a una mayoría, dichas alternativas han de ser necesariamente interclasistas e interidentitarias, es decir, deben ir más allá del pretendido empoderamiento de colectivos o grupos determinados para ser capaces de formar un proyecto con el que puedan sentirse identificadas personas de muy diverso cariz y naturaleza. En ese viraje que han pegado los partidos que se decían representantes de los trabajadores han abandonado, paradójicamente, a aquellos a quienes decían representar en pos del ‘empoderamiento’ de grupos que, en muchos casos, están en las antípodas de los intereses de los trabajadores. La conclusión entiendo que es clara: desarrollar una alternativa transversal por encima del identitarismo y del colectivismo. Todo lo que no sea eso es reproducir los mismos vicios de siempre eternamente.