Sábado, 22 de marzo, 2025

La ideología woke impulsa a la extrema derecha

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El italohispano Mauro Nocito Lombardero nació en la Barcelona olímpica de 1992. Este profesor y compositor acaba de publicar Dialéctica de la Tolerancia, un título que evoca al discurso de Jose Luis Rodríguez Zapatero. Pero con un título que quizá haya que leerlo dos veces para entenderlo: Cómo el miedo al fascismo devolverá el fascismo a Occidente.

LA Iniciativa

La Iniciativa saca en primicia una prepublicación de su cuarto capítulo. Si usted está harto del discurso woke, no tenga prejuicio por el título y subtítulo del libro y le animamos a que lea el capítulo. Si usted cree que la izquierda ha ganado abandonando a la clase trabajadora para defender nuevas batallas inventadas por el wokismo, le animamos también a que lea las siguientes páginas, verá cuan equivocado está y lo absurdo de este discurso que, por ejemplo, oculta a la mujer a través de un hipotético nuevo feminismo.

Si este capítulo le acaba gustando, corra el día 20 de febrero a su librería. Y mejor si es una independiente y así apoya el negocio de proximidad frente a las grandes cadenas.

Capítulo IV

La Semana del Odio

En su novela 1984, George Orwell imagina el miedo y el odio como los sentimientos más propicios para la sumisión, manipulación y control sobre la sociedad. La masa enfurecida y atemorizada no tiene la capacidad para escapar a sus pasiones, siempre tan fácilmente manipulables, y pensar con claridad en su situación, en el modo en el que está siendo manipulada. El odio aúna y divide a la vez: aúna a los odiadores y los divide de los odiados, homogeneizando a las personas sobre las que se quiere gobernar. Si a este fomento del antagonismo sumamos el uso del eslogan, la existencia de una neolengua desarrollada con fines políticos y el rechazo de la verdad como fin del conocimiento, completamos perfectamente la analogía orwelliana.

No hay manera más eficaz de juntar a varias personas que no tienen nada en común como presentarles el mismo enemigo sobre el que descargar todas sus frustraciones. ‘El enemigo de mi enemigo es mi amigo’, dice el refrán. Así, desde arriba, tanto desde los círculos políticos, interesados en cosechar las frustraciones para ganar poder y movilizar a las masas, como desde los círculos económicos, interesados en cosechar las frustraciones para enriquecerse, se han reinstaurado los antagonismos más burdos y arcaicos: los de la apariencia exterior. Aquellos basados en el color de piel de un individuo, en su sexo o en su origen; aquellos, en definitiva, que están a la base de las nuevas políticas identitarias.

Tesis como las de la omnipresencia del patriarcado o el postcolonialismo, aunque puedan tener alguna justificación en nuestro pasado, hoy en día no son más que maneras de volver a dividir a las personas por su género o su color de piel diciéndoles que han sufrido un gran agravio: que la sociedad está, y siempre ha estado, contra ellos, y es por eso por lo cual no han conseguido realizar sus sueños; que es precisamente por eso por lo que son infelices, pobres, desdichados. Situarse en el papel de la víctima otorga de manera inmediata una superioridad moral: se trata de una creación de valor ex nihilo. Sin embargo, no se piense que esta estrategia es innovadora u original, pues, al contrario, se enraíza profundamente en el ADN de nuestra cultura. Tanto es así que Nietzsche ya veía en la moral cristiana el origen de esta inversión del origen de los valores supremos ‘bien’ y ‘mal’. Como afirma en la Genealogía de la moral, a la idea clásica, afirmativa, de ‘bueno’, que se fundaba en la consecución de una serie de ideales, en un ‘triunfante sí dicho a sí mismo’; la moral cristiana opone un concepto de ‘bueno’ definido de forma negativa: concibe primero el “enemigo malvado [es decir, el que a él se opone] […] como un concepto básico a partir del cual se imagina también, como imagen posterior y como antítesis, un ‘bueno’ – ¡él mismo!…” (Nietzsche 2009a:53). Así, del mismo modo que según la descrita moral, la conciencia de la propia bondad deriva de la condición de víctima, para el activismo identitario ocurre lo mismo. Una vez obtenida la superioridad moral, se promete entonces un resarcimiento… ¿Y quién no quisiera uno, si se ofrece gratuitamente? Este resarcimiento se paga justamente con la moneda de los derechos: derechos correctivos, que otros colectivos más ‘privilegiados’ no tendrán. Pero, ¿cuál es la definición de privilegio sino el poseer mayores derechos que otro colectivo?

Así pues, ya sea por el medio en el que los mensajes políticos se mueven (puesto que el medio condiciona la forma y la forma condiciona el contenido) como por las características psicológicas de las nuevas generaciones, los discursos más maniqueos, populistas y sentimentalistas han triunfado en el discurso público. Ahora bien, cabe preguntarse si esta degeneración del discurso tiene una finalidad política —es decir, responde a un plan— o si, por el contrario, es del todo casual y responde simplemente a las circunstancias del panorama socio-político actual.

La respuesta a esta pregunta es difícil y, quizás, no nos sea posible responderla con certeza, pero podemos esbozar tres hipótesis.

4.1. Divide et Impera

‘Todos los hombres son violadores en potencia’, ‘los blancos son racistas’, ‘los que no tendrían relaciones sexuales con transexuales son tránsfobos’. Este tipo de afirmaciones, hoy en día completamente mainstream, muestran el grado de reduccionismo de una clase de discursos que separan a la sociedad en diferentes ‘identidades’ en perpetua lucha las unas con las otras. Al menos desde Julio César se sabe que para gobernar (imperare) resulta conveniente dividir, así que no habría de sorprender a nadie el que la insistencia en dividir a las personas en cuanto al lugar de nacimiento, como hacen los nacionalismos regionalistas, a su color de piel, sexo u orientación sexual, pudieran no ser más que maneras de garantizar un control más fácil de la ciudadanía y de ganar votos.

Esta estrategia, además, se vería favorablemente amplificada por el papel de las redes sociales, las cuales son el campo de batalla perfecto para la promoción de estos sentimientos por varias razones. Por un lado, en las redes sociales uno puede aparecer escudado por el anonimato, dando así rienda suelta a impulsos que, en sociedad, mancharían la propia reputación. Por otro lado, la distancia que interpone la tecnología en la interacción entre personas elimina gran parte de la empatía, favoreciendo interacciones más agresivas e insultantes. De este modo, empujados por una sensación de impunidad, los usuarios, motivados además por la búsqueda de reacciones y likes —los cuales influyen en nuestra dopamina generando adicción— están más incentivados a crear contenidos incendiarios y vistosos que a publicaciones delicadas y razonadas, algo que da pie a un modo de interacción mucho más violento e incivilizado. En este sentido, debido a la falta de regulación, las redes sociales pueden ser entendidas como una ventana al ‘estado de naturaleza’ hobbesiano, algo que se corresponde con la regresión a las identidades primitivas y a las conexiones de tipo tribal que tanto las redes sociales como los discursos identitarios promueven.

Así, desde este punto de vista, puede considerarse la posibilidad de que el Poder, para reproducirse, fomente el odio y divida a la sociedad, convirtiéndola en una masa demasiado ocupada en sus luchas internas como para suponer un desafío a la reproducción de ese mismo Poder. Esta estrategia sería especialmente efectiva en nuestras sociedades contemporáneas debido a que, en el odio hacia otros grupos, el individuo moderno encuentra un motivo de cohesión, un sentido de pertenencia, de significado, y una excusa para distraerle de los problemas existenciales e identitarios que le abruman.

  4.2. El mercado democrático

También es posible que los partidos de izquierda, sin pensar en las consecuencias, hayan simplemente seguido una serie de corrientes que tienen la capacidad de generar un gran movimiento social. En este caso, tras haber observado las tendencias antes expuestas de nuestras sociedades, el populismo político habría optado por incentivar las políticas identitarias más burdas como estrategia para conseguir más votos, más adhesión, explotando el anhelo de identidad de las sociedades posmodernas. Además, centrándose en las visiones del mundo más maniqueas y reduccionistas, utilizando la narrativa de la opresión, ha satisfecho también el anhelo posmoderno por una causa, un objetivo. En efecto, si bien gracias a las políticas identitarias se puede responder a la pregunta ‘¿quién soy?’, todavía es necesario responder a las preguntas ‘¿adónde voy?, ¿de dónde vengo?’; algo de lo que se ocupa la explotación de temáticas como las de las injusticias sociales, el patriarcado, el colonialismo o el cambio climático: los defensores de estas causas, heredadas de un ideario surgido en un contexto histórico que ya no es el nuestro, dotan inmediatamente de un ‘sentido’ a sus vidas y alivian sus conciencias de las dificultades del pensamiento ético, aunque en la práctica puedan no hacer absolutamente nada para corregir las injusticias que denuncian. (…)

En definitiva, siguiendo la lógica del mercado, es bien posible que, lejos de tener un plan político determinado, todas estas nuevas tendencias sociales se hayan destacado por su mayor capacidad para venderse al consumidor político en democracia, es decir, al votante. Así, las crisis de identidad y de sentido actuales serían satisfechas por el producto político que son las identity politics, de modo que la nueva ideología podría ser una simple maniobra de marketing democrático, un producto capaz de explotar las necesidades de los componentes del mercado social. Así, los partidos representantes de esta estrategia ofrecen nuevos privilegios bajo el eufemismo, mucho más agradable, de ‘derechos’ —si bien se apliquen de manera desigual entre los ciudadanos— a cambio de votos, sin importar las consecuencias que ellos puedan tener. Más derechos, más libertades: es un discurso que vende. ¿Quién no querría más derechos?

 4.3. Don Quijote

Por último, es posible que este retorno a las grandes luchas como son la lucha de clases, la lucha contra el racismo o el patriarcado, no sea más que el reflejo de la incapacidad de los partidos ‘neo-progresistas’ para encontrar una nueva dirección en la que desarrollar sus políticas tras haber conseguido alcanzar la mayoría de los objetivos que se plantearon. Así, tras las batallas sociales en pos de la igualdad de derechos y libertades realizada por los partidos progresistas desde los años 50, las nuevas generaciones de la izquierda habrían perdido de vista los objetivos por los que luchaban y se habrían enamorado de la lucha misma. Como don Quijote, siguen anclados a un pasado que ha mutado, creyendo ver injusticias sociales en las aspas de los más comunes molinos. Dado que sus predecesores consiguieron realizar importantes avances en materia de derechos y en la implementación de los derechos humanos, intentarán seguir ampliando los derechos aunque ello resulte en contradicciones insalvables.

Incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos, toman como fundamento dogmático-filosófico ciertas tesis de origen marxista y estructuralista (a menudo mal entendidas), sistematizándolas hasta convertirlas en una verdadera Ideología. Entre ellas, Slavoj Žižek (filósofo que se autodefine como comunista) distingue tres axiomas del nuevo progresismo en su libro Problemas en el Paraíso:

(…) En primer lugar, ponen énfasis en el antieurocentrismo […]. En segundo lugar, al criticar la pasividad cada vez mayor de nuestras vidas […] insisten en la necesidad de un compromiso activo en contraste con la mera representación política. Finalmente, afirman que la era de los órdenes jerárquicos dominados por la figura de un Amo ha terminado […].

Pero, ¿y si fuera precisamente esta tríada lo que forma el principal obstáculo epistemológico de la renovación de la izquierda?” (Žižek 2016:189).

Así, estos tres axiomas reflejan las ideas ya mencionadas sobre la nueva ideología de izquierdas: la consideración de que nuestra historia es la historia del dominio y la opresión, caracterizada por el colonialismo y el patriarcado; la noción de que la izquierda ha de ser activista y proselitista, exaltando los sentimientos y convirtiendo a la política en un modo de vida que dote de sentido a la propia existencia y, finalmente, la noción de que toda estructura social está dominada por jerarquías de poder, es decir, de dominio y opresión. Además, todo ello, tanto las jerarquías sociales como los productos culturales (desde el lenguaje hasta, ahora, incluso el sexo) son además un mero constructo social al servicio del poder opresor.

El problema de esta visión anquilosada de las estructuras sociales es que, al generar una atmósfera de agravio y resentimiento, señalando a unos grupos como opresores y a otros como víctimas, promueve el antagonismo en lugar de la superación de los conflictos. La insistencia en ver cualquier realidad a través de la lente de la opresión eurocéntrica llega hasta el punto en que estructuras básicas y tan necesarias como la educación son ya vistas como instituciones corruptas y discriminatorias. Así, la escuela es generadora de discriminación en cuanto jerarquiza a los niños por medio de las notas, que haya personas más delgadas y otras más gordas es también visto como motivo de discriminación, que en una determinada carrera o profesión haya más hombres que mujeres es fruto del patriarcado, en lugar de las diferencias de interés entre ambos sexos, y cualquier diferencia social o psicológica que pueda haber entre colectivos diferentes, en lugar de ser celebrada como un signo de diversidad, es considerada la señal de una manipulación social en favor de los privilegiados. En efecto, llegados a este punto, es difícil saber si el activismo social realmente celebra la diversidad, dado que parece considerar que la diversidad misma es un producto de la opresión.


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