Lunes, 17 de febrero, 2025

Estados Unidos es una potencia en declive. Lento, pero perceptible. Que está dejando de tener un peso decisivo en escenarios que sí lo son y cuyas sucesivas administraciones gubernamentales carecen de la amplitud de miras necesaria como para atar los cabos de los mismos embrollos que ellos provocaron.

Pablo Gea

Decir que la intervención de Estados Unidos en Afganistán ha sido un desastre es quedarse corto. Al final, las guerras se miden por los resultados y las consecuencias. Y los de esta en particular no podían ser peores. Veinte años después de la invasión a la que dio luz verde la ONU (a diferencia de la de Irak), el gigante americano no es que no se haya movido de la casilla de salida, es que está en una situación menos favorable que entonces. Indudablemente, el régimen talibán que se aupó al poder tras el fiasco soviético en 1989 (si bien no dirigieron los destinos del país afgano hasta el año 1996) impuso una terrorífica dictadura teocrática -digna exposición de los aspectos más crueles del Islam radical y del propósito más que explícito de tratar a las mujeres como animales de granja- efectivamente cobijó y financió a los terroristas de Al-Qaeda en su territorio, no menos cierto es que los aparentemente nobles propósitos de la Coalición invasora se han disuelto como el azucarillo.

No debe olvidarse que los talibanes representan una ramificación del Wahabismo, una tendencia radical dentro del islam suní, financiado y apoyado por Arabia Saudí (entre otros), quien es a su vez aliado de los EE. UU. La pescadilla que se muerde la cola. No hace mucho, las bárbaras prácticas del régimen talibán tuvieron reflejo en las llevadas a cabo por las monarquías petroleras del Golfo Pérsico. Pero el dinero manda, y según los beneficios que se obtengan, interesa más bien callar según qué países. No en vano sería una hipocresía no equiparar la represión saudí con la iraní, o la qatarí, o incluso la paquistaní. País este último tan dado como el Afganistán de los talibanes a dar cobijo y -algo más- a los más sanguinarios terroristas islámicos. Pero Afganistán fue invadido y Paquistán no. Al fin y a la postre, el único que ha ganado algo aquí, por pequeño que sea, ha sido el Tío Sam. Puesto que uno de los objetivos de la operación (capturar o matar el máximo número de miembros de Al-Qaeda y dañar seriamente su infraestructura organizativa) se logró. Lo demás (las promesas de democratización y de respeto por los Derechos Humanos) se han esfumado con la misma rapidez que el régimen de Sadam Husein.

Y no nos llevemos a engaño: las dictaduras de Irak y Afganistán merecían ser eliminadas, si bien no a costa de la destrucción completa de sendos países, puestos desde entonces a merced de una potencia desconocedora de la compleja historia detrás de esos pueblos, que pensaba con una mezcla de ingenuidad y engreimiento que el modelo de ocupación y reconstrucción de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial era exportable. Mas las cuentas no salen. Irak está hoy en día en manos de la minoría chií, que mira con simpatías a la Siria de al Ásad y al Irán de los Ayatolás, proporcionado a este último país (y, por lo tanto, a su gran aliado, Rusia) un pasillo de territorio físico desde Oriente Medio hasta el Mediterráneo, alterando notablemente el equilibrio de la hegemonía en la zona. Y Afganistán, a la vista está.

Cabe preguntarse ahora, ¿qué repercusiones geopolíticas tiene la victoria de los talibanes? Estados Unidos asiste a un repliegue como potencia de la esfera internacional y en todos los ámbitos donde hasta ahora ha intervenido, a favor de otras potencias (mundiales o regionales) que se perciben como interlocutores más serios y fiables. Toda vez que es innegable que Washington es políticamente inestable. China se ha apresurado a entablar diálogo con el Emirato, sabedora de que le vendrá bien en el contexto de su proyecto económico por Asia Central de la Ruta de la Seda. Rusia contempla satisfecha por un lado lo que es una derrota sin paliativos de los americanos pero, a la vez, se encuentra ciertamente inquieta por el efecto revulsivo que el advenimiento del un régimen islámico radical pueda tener sobre la población rusa musulmana cercana a las fronteras.

Se está comparando lo que el mundo está contemplando con estupefacción en estos momentos con lo acaecido hace décadas en Vietnam. Las desesperadas escenas en Kabul parecen gemelas de aquellas presenciadas en Saigón. Aunque esta vez los efectos para la gran superpotencia son mucho más devastadores. El efecto dominó en el sudeste asiático pudo ser contenido y el liderazgo de los EE. UU sobre los suyos se mantuvo. Ahora, las consecuencias que la ‘pérdida’ de Afganistán para Occidente en lo que supone a las minorías radicales de los países musulmanes ‘amigos’ están por ver y las perspectivas no son nada halagüeñas. Estados Unidos es una potencia en declive. Lento, pero perceptible. Que está dejando de tener un peso decisivo en escenarios que sí lo son y cuyas sucesivas administraciones gubernamentales carecen de la amplitud de miras necesaria como para atar los cabos de los mismos embrollos que ellos provocaron.

Al invadir Afganistán, como al invadir Irak, el Gobierno estadounidense contrajo una responsabilidad para con la población civil. Una responsabilidad a la que no se ha sabido hacer frente, entre otras cosas, por la absoluta falta de planificación de lo que sucedería después del derrocamiento de los talibanes en 2001. Y ahora, viendo que la aventura le ha consumido billones de dólares y muchos muertos, Washington se marcha y abandona a su suerte a una población a la que lo que le espera es volver a algo peor que el salvajismo medieval. A un régimen en el que, pese a las falsas promesas de sus caras más mediáticas, las libertades son inexistentes y los opositores son encarcelados y asesinados. Absolutamente todas las conquistas en derechos adquiridos por las mujeres se están viendo eliminados inmisericordemente por un sistema y una ideología que apenas si las reconoce como seres humanos. Los hechos, públicos y notorios, están quitando la razón a aquellos que ingenuamente han confiado en la buena fe los extremistas islámicos que, desde ahora y por quién sabe cuánto tiempo, van a gobernar Afganistán de nuevo.

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